Jean-Paul Belmondo ha llegado al final de su escapada. Es inevitable decirlo. La vida es eso, una carrera hacia adelante, a trompicones, hasta terminar cayendo de bruces. Pantalla en negro. Y, en letras blancas, la palabra FIN.

Michel, un delincuente de poca monta, corre en camisa por el centro de una calle. Coches aparcados a ambos lados. Michel tropieza y se tambalea en su fuga hacia ninguna parte. Se lleva las manos a los riñones, donde ha sido herido por la policía tras ser denunciado por Patricia (Jean Seberg), su amor imposible, que corre tras él, con su pelo corto y su vestido a rayas, como la cámara, en un plano de cerca de un minuto de duración.

Ya sobre los adoquines, ahora bocarriba, sin las gafas de sol que llevaba un segundo antes, Michel exhala el humo de un cigarrillo, repite las muecas que había hecho en la escena del cuarto de baño y dice: “¡Es verdaderamente asqueroso!”. Son sus últimas palabras. Después, él mismo se cierra los ojos con la mano derecha y deja caer su cabeza a un lado. Cerrarse los ojos a uno mismo, eso no lo hace cualquiera.

Al final de la escapada (1959) fue el film fundacional de la Nouvelle Vague y es lógico que hoy se vincule a Belmondo con ese movimiento. Pero lo cierto es que, pese a haber rodado dos películas más con Jean-Luc Godard (Pierrot le fou, notoriamente), una con François Truffaut (La sirena del Mississippi), dos con Claude Chabrol (À double tour, la principal) y una muy tardía y fuera de estilo con Alain Resnais (Stavisky), la huella de Belmondo, que hizo mucho y muy buen teatro, no fue decisiva en los primeros años 60, cuando el cine de los excríticos de Cahiers du Cinéma estuvo en su crucial y canónico apogeo.

En el Salón Champagnat, el cine del colegio de los Hermanos Maristas de Pamplona, los niños bramamos en jauría hacia 1965 cuando Belmondo le propinó una patada en los huevos a uno de los malos de El hombre de Río. Le llamamos “la patada de Belmondo”, y durante muchos días tratamos de ponerla en práctica en nuestras inocentes peleas y juegos de patio. Cambia eso, anula ese recuerdo tan formativo. Ja.

Fue en esa película del talentoso Phillipe de Broca, revalidada luego por el mismo director en Las tribulaciones de un chino en China (1965), cuando nació de verdad el héroe popular y de acción del cine francés, el actor feo, pero atractivo y simpático, y gimnástico, que trabajó con todo su cuerpo y con un deje irónico en películas comerciales que rompieron las taquillas de Francia y de todo el continente durante más de dos décadas, en películas policíacas de sombrero, pistola y puro al morro que solían tener un toque de comedia.

Ese fue el Belmondo que perteneció a una estirpe que con él va desapareciendo, a una generación de actores y actrices franceses y también italianos con estatuto de grandes estrellas, cuyas películas circulaban por toda Europa y se esperaban con tanta expectación como las de sus colegas estadounidenses.

Sus nombres no están en las historias del cine y hoy no son conocidos o apreciados por los jóvenes cinéfilos más conspicuos, pero fueron directores como Henri Verneuil (Pánico en la ciudad), Georges Lautner (El rey del timo), Jacques Deray (Borsalino) o Gérard Oury (As de ases) quienes sostuvieron con esos títulos y con otros el cartel internacional de Belmondo y, al margen de los auteurs, del cine francés de una época. Una época de la que, muerto el feo, sólo queda el que fue guapo y malo de una tacada, su amigo y antagonista: Alain Delon.  

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