Hay en Madrid cientos de miles de ciudadanos, millones tal vez, que se sienten de izquierdas. Ya sabe uno que es tendencia decir que eso de las izquierdas y las derechas está pasado de moda, pero me temo que también hay algunos cientos de miles (o millones) que se sienten de derechas. La realidad es tozuda y desafía al politólogo posmoderno, que seguramente preferiría una sociedad menos predecible y más interesante, pero así están las cosas y no se atisba que vayan a dejar de estarlo pronto.

Los madrileños de derechas están más o menos, y siempre dentro de lo que cabe, de enhorabuena: tienen una candidata crecida que no ha parado de subir y que encara el final de la campaña electoral como si de una cuesta abajo se tratara. Se gusta, se relaja, se viene arriba, hace chascarrillos, filosofa; en fin, lo propio cuando se tiene el viento a favor y en el bando de enfrente menudean las fracturas y las maniobras suicidas.

Luego la aritmética electoral, traducida en escaños, servirá para confirmar esa euforia o, menos probablemente, la helará con una mayoría de izquierdas reunida in extremis; pero antes de que las urnas se abran, el votante de derechas lo tiene claro. Si no posee una sensibilidad definida, la papeleta de Ayuso cae por su peso. Si le adorna un determinado carácter, que no se improvisa ni le sale a uno al descuido, apostará por Vox.

Más enjundiosa, azarosa e incierta se presenta la papeleta de quien se siente de izquierdas. Nunca es cómodo partir como la opción perdedora, y no por el triunfalismo del rival, sino por la suma de tropiezos, autosabotajes y patinazos propios.

A estas alturas parece innegable que Isabel Díaz Ayuso jamás habría podido alcanzar su actual estatura demoscópica (usemos ese adjetivo y no otro, porque se remite a una magnitud objetiva, comprobable y no cuestionable), de no haber contado con la abnegada complicidad de unos rivales políticos que han hecho gala de incoherencia, dispersión y desgana (por ese orden) y de un Gobierno central que le ha servido en bandeja el banderín del madrileñismo.

No otro resultado podía tener aplicar a Madrid el rigor que se ahorró delicadamente a otros, incluso frente a episodios al filo de la lesa humanidad, como lo ha sido regatear las vacunas a los servidores públicos expuestos en primera línea a los riesgos del virus bajo el uniforme de los cuerpos estatales, al tiempo que se inmunizaba a los locales y autonómicos.

Pero quien se siente de izquierdas (se siente) no puede votar a una gobernante alineada con las recetas de la derecha más desacomplejada como Ayuso, y tomar de la pila la papeleta de Vox viene a antojársele una empresa parecida a extraer de la piedra la espada Excalibur sin ser el hijo de Uther Pendragon.

Y como es sabido que en la democracia a circunscripción única la abstención es un voto a la mayoría probable, en este caso a la derecha, se ve obligado a creer en lo que siente y elegir entre las tres opciones que se le ofrecen. Cada votante de izquierda ha de afrontar por sí este particular dilema, que algunos, los afectos incondicionales, no experimentarán, pero que el resto (los que dan prioridad a la razón y las razones sobre la adhesión o las adhesiones) habrá de resolver con dificultad previsible.

Hecho esto, los escaños de la izquierda así elegida tendrán o no la mayoría. Y a quienes nos sentimos de izquierdas y no vemos el modo de cambiar de sitio, no estaría mal que se nos ayudara a creer en el valor de nuestro voto en ambos escenarios. En el primero, con una oposición leal que acepte el resultado de las urnas y nos ahorre el bochorno de hacer imprescindibles a aquellos que menos y peor representan nuestros valores. En el segundo, gobernando lejos de los excesos de la campaña: con cabeza, corazón y respeto a quienes eligieron votar otra cosa.