El Metro, alicaído durante meses por culpa de la pandemia, ha vuelto a revivir en Madrid gracias a la nevada. El Metro, que viene siendo un fusor donde se mezclan gentes de toda clase, es ahora más crisol que nunca.

Las calles heladas han empujado al subsuelo a personas que muy ocasionalmente descienden a las tripas de la ciudad. El calzado es un buen indicador del melting pot subterráneo que se produce estos días.

Desde el lunes ando por los vagones observando los zapatos de la gente. Los zapatos dicen mucho de las personas. Me fijo primero en los zapatos e imagino cómo será quien los calza; incluso cómo será su vida, cuáles serán sus inquietudes y problemas.

He visto algunos zapatos pijos -los menos- y cantidad de botas humildes. Mucha zapatilla deportiva, lo que demuestra lo mal preparados que estamos para temporales como Filomena. Qué de resbalones habrán provocado.

Salvo los botines de ante azul marino reluciendo en los pies de un joven peripuesto, la mayoría de zapatos que he ido catalogando se notan raídos y como sacados deprisa y corriendo del armario. Está claro que el personal se ha decantado por la practicidad antes que por la estética.

Hay mucho zapato de mercadillo. Desde siempre me han causado amargura los zapatos de mercadillo. En el colegio al que fui distinguíamos entre los potros y los borregos. Potros, porque hacían ruido al subir las escaleras: llevaban buenas suelas. A los borregos, con calzado más humilde, apenas se nos oía. 

Una mujer de mediana edad iba hoy con unas botas forradas en el interior con una especie de piel de conejo que sobresalía por la parte superior, y he sentido pena. Enfrente, una joven calzaba unas espléndidas nórdicas negras con el vaquero metido por dentro. De pequeño soñé un país en el que todos fueran potros.

Si hubiera justicia social -he pensado en un arrebato- todo el mundo debería poder calzar los mismos zapatos, para que no hubiera esas diferencias. Y casi al segundo me he rebelado y he dicho para mis adentros: "Qué monstruosidad".  

He imaginado entonces unos vagones recorridos por zapatos idénticos, da igual que fueran bonitos o feos, de marca o sin ella, con plataforma o bota estilo militar. Qué vidas tan anodinas llevarían sus portadores. Todos cortados por el mismo patrón.

Los sueños de la razón engendran monstruos. En este mismo Madrid, hubo una época negra con ciudadanos que eliminaban de su vestimenta prendas como la corbata o el sombrero para que no se les asociara con una determinada clase social. Les iba la vida en ello.

Juro que no he encontrado esta semana en el Metro dos pares de zapatos iguales, lo que me ha llevado a considerar la gran cantidad de fabricantes y de gustos distintos que tiene la gente. Y he pensado en la libertad y en la falta de prejuicios con que se los pone cada cual.

Cuando he salido a la calle he respirado hondo, pese a la mascarilla. Mejor que no me toquen los zapatos.