La comparecencia ante las cámaras de TV de la vicepresidenta, Sra. Calvo, transida de emoción, anunciando la exhumación del cadáver del general Franco del Valle de los Caídos, tuvo una mezcla de surrealismo con necrofilia. Pero el objetivo era la propaganda: el PSOE, ausente de España durante cuarenta años de franquismo, por fin obtiene una victoria de significación política contra Franco desde el poder de La Moncloa; es lo que se conoce como “lanzada a moro muerto”.

Más allá de la propaganda voy a llamar su atención sobre el porqué los jueces españoles están obligados a dictar sentencias como la presente. Se trata de la cultura española (en general latina) de preponderancia de lo público sobre lo privado.

Al final, Franco ha sido víctima de su misma concepción estatista según un antiguo concepto del Derecho Romano de superioridad del “interés general” sobre el interés privado o particular. Hemos asistido, una vez más, a un choque del Estado contra derechos particulares, con una institución religiosa y los derechos de la familia Franco sobre la tumba del general.

Ya fuese en la dictadura, ya en la democracia, el poder del Ejecutivo, actúa gracias a una mayoría parlamentaria como la que se produjo en la votación de agosto de 2018 (por cierto, con abstención del PP) para la modificación de la Ley de Memoria Histórica en la que se añadía un apartado al artículo 16. En ese apartado añadido nº 3, se fijaba el criterio siguiente: “En el Valle de los Caídos sólo podrán yacer los restos mortales de personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil española”. Le faltó a Pedro Sánchez y a la Sra. Calvo poner en la ley el nombre de Francisco Franco.

Una ley taxativa y clara que el Ejecutivo se propone aplicar fue demorada a través de recursos formales bien fundamentados. El Tribunal Supremo (quizás en unas fechas demasiado oportunas para Moncloa) no tenía otro remedio que dictar una sentencia favorable a los poderes públicos. Fin de la historia. Los jueces sentencian de acuerdo al texto de la ley.

Franco en los años sesenta y el gobierno socialista, después de 1982, hicieron valer estos mismos principios de preponderancia del derecho público en un caso que fue dramático: el pantano de Riaño que anegó once pueblos del valle. Allí el choque de los intereses y derechos de los particulares, el cien por cien de los vecinos, fueron arrollados por el “interés general”.

A diferencia de esta tradición tenemos múltiples ejemplos en el mundo anglosajón en el que la Justicia considera que el derecho privado discurre en condiciones de igualdad o incluso por encima de las decisiones gubernamentales que difícilmente pueden pasar por su parlamento para ser aplicadas como leyes generales de obligado cumplimiento.

Una de las razones de los numerosos vericuetos de las carreteras inglesas es la oposición de los propietarios a ceder un solo acre de su propiedad para el “interés general”. Resultado: la carretera o el ferrocarril circunvala la propiedad o no se hace. En España en un caso similar, la Administración rápidamente incoa un procedimiento de expropiación y asunto arreglado.

Recuerdo un debate que tuve con un vicepresidente del gobierno del PP. Me argumentaba sobre la preponderancia del “interés general” y puso ojos como platos cuando le aseguré que el interés general, sencillamente, no existe, no está escrito en ningún código. Puede ser uno u otro. Lo que existe es la interpretación del gobierno de turno de lo que es un interés general para imponer a los particulares, contra su voluntad y derecho, un interés definido por el gobierno.

Los vecinos de Riaño y de diez pueblos colindantes se enteraron muy bien de lo que era el interés general impuesto por Franco en los años sesenta y rematado por los socialistas en los ochenta.

Pues eso es lo que estamos viviendo: el interés general.