La historia de la gestión de nuestra diversidad lingüística es la historia de un despropósito constante. A las épocas en que la pulsión centralizadora promovía el insensato ninguneo de las lenguas distintas del castellano o español —insensato porque negarle a alguien su propia lengua es empujarlo al desafecto y al encono, con las nefastas consecuencias que nuestros siglos XIX y XX atestiguan sobradamente—, han sucedido, como reacción,  arrebatos de reivindicación de la lengua propia de cada territorio como enseña nacional, en descrédito o como mínimo ignorancia de la lengua común y sus hablantes, sometidos a un avasallamiento de signo contrario pero no menos inconsecuente.

No sólo por reproducir el esquema frente al que se reaccionaba, sino porque la apropiación de la lengua por el nacionalismo acaba haciéndola inhóspita al que no lo comparte, lo que a la postre menoscaba su potencial de difusión fuera de ese espacio.

Es posible, muy posible de hecho, que la rigidez militante con que en Cataluña se ha promovido la utilización exclusiva del catalán como lengua vehicular en la enseñanza haya producido a estas alturas disfunciones dignas de consideración: lo es, sin duda, que españoles que residen en España no puedan educar a sus hijos en su lengua de elección y oficial del Estado —salvo que tengan la faltriquera llena, privilegio clasista groseramente incompatible con una Constitución que define a España como Estado social y democrático de Derecho—; y lo es, también, que entre el alumnado cuya lengua materna es el catalán, y que vive en zonas catalanoparlantes, la competencia lingüística en español sea cada vez más frágil, con mezcla continua del léxico de las dos lenguas y dificultades en la expresión oral y sobre todo escrita.

Y no es algo que se inventen los que no conocen Cataluña: muchos que la conocemos, y que hemos trabajado con catalanes, lo hemos constatado una y otra vez, y el que dude puede darse un paseo por las redes sociales, donde hay, claro que sí, catalanoparlantes que se expresan en castellano con suficiencia, pero abundan desde los que desconocen la existencia de la 'y' como conjunción copulativa hasta los que padecen carencias gramaticales severas. Lo mismo que se observa, por cierto, en algún líder independentista, de cierta edad para abajo.

Ahora bien, siendo todo esto digno de tenerse en cuenta, lo que parece extremadamente dudoso es que quepa enmendarlo a través del ejercicio excepcional de la competencia de educación, por la vía del 155 y con el impulso de un partido que sólo tiene cuatro diputados en el Parlament de Cataluña. No sólo porque ayuda a resucitar fantasmas del pasado, sino porque el problema es mucho más complejo. El reto es conseguir que todos los españoles puedan sentir tan suyo y tan digno de respeto el catalán (o el euskera, o el valenciano, o el gallego) como los habitantes de comunidades bilingües la lengua común de todos. Hasta entonces, la lengua seguirá siendo vehículo… de rencor.