Resulta que unos chicos tenían okupado un local que no era suyo desde el que ofrecían lo que ellos habían decidido, por sí y ante sí, que era lo que el barrio necesitaba. No consta ninguna votación de los vecinos del barrio que lo respaldase; nadie, al menos hasta ahora, ha sacado ni siquiera una triste encuesta elaborada con un mínimo rigor que así lo reconociese.

Resulta que el inmueble era de alguien que un buen día se hartó de que fuera usado por quienes no tenían título para ello y dijo que acudiría a la Justicia para que le restituyera su posesión. Y he aquí que en ese trance, raudas, atentas y diligentes como no lo son para otras cosas, las autoridades consistoriales se metieron en el ajo para calmar al airado propietario con fondos aportados por todos los contribuyentes.

A los okupas no se les molestó con los detalles ni el papeleo. El municipio se hizo cargo del alquiler, los impuestos, la comunidad, los suministros, las derramas, los desperfectos… Cualquier quebranto que la okupación generase pasaban a soportarlo los ciudadanos.

Los okupas siguieron a lo suyo, sus actividades varias que soberanamente decidían y ejecutaban, con la comodidad de no tener que encargarse de los gastos y consumos que dichas actividades traían consigo. Por no preocuparse, ni se preocuparon de pedir a la autoridad, a la que se jactaban de despreciar, que les echara el capote que les estaba echando, con el que hacía viable su tinglado y neutralizaba las incertidumbres que por lo común se ciernen sobre quien allega a su empresa recursos que no son suyos y de los que se ha apoderado por la fuerza.

Meses después cambian las autoridades consistoriales y alguien se pregunta qué demonios hace el ayuntamiento pagando todo aquello. Se dirige a los okupas, que se encogen de hombros, dicen que nada han pedido ni pedirán y que no piensan moverse de allí porque su filosofía vital les impone la desobediencia.

De resultas de aquello, el propietario acude a la Justicia y hay que acabar desalojándolos como es usual en un Estado de Derecho cuando el ciudadano ignora las resoluciones de los jueces y se ríe de los requerimientos de la autoridad: por medio de agentes instruidos para forzar lo que alguien no quiere hacer de grado, del modo menos lesivo posible pero con la energía necesaria para remover la conducta antijurídica. Como consecuencia de ello, se suceden varias noches de altercados, con quema de mobiliario urbano y daños cuantiosos a los bienes de los vecinos.

Compelido a explicar el gratis total otorgado en su día a los violentos, contra cuya pérdida ahora se levantan (y se entiende: es raro que nadie te regale nada, perderlo debe doler), el alcalde que auspició el apaño alega que se hizo ante la certeza de que el desalojo traería disturbios. Una lógica estupenda. Ya sabe, querido ciudadano común, por qué  a usted no le regalan nada y no hacen más que cobrarle. No es lo bastante pendenciero.