Esto no es una primera novela.

Conocemos las palabras de Beckett en Molloy: "Figuraos, había empezado por el principio, como un viejo imbécil".

O, también de Beckett, en Textos para nada, citada en la conferencia de Foucault "¿Qué es un autor?", aquella frase todavía más célebre: "Qué importa quién habla" y, si es un "joven imbécil", tampoco importa demasiado.

Nos resulta de lo más familiar, en toda la modernidad, de Beckett a Modiano, de Roland Barthes a Maurice Blanchot, la feroz voluntad de liberarse del mito romántico, tan profundamente reductor, del primer umbral que se ha franqueado, del manuscrito del que aún gotea de emociones de su joven autor y, sobre todo, de llamamiento a la indulgencia ante el que acaba de debutar, que promete más de lo que da y que firma con su lector ese pacto difuso, el peor de todos, donde se nos envía una y otra vez desde el "mentir verdadero" a la pseudoverdad blanqueada por la ficción.

El filósofo y escritor Nathan Devers.

El filósofo y escritor Nathan Devers.

No encontraremos nada de eso en Nathan Devers. No encontraremos una autobiografía mal disfrazada. No encontraremos la enésima confesión del enésimo hijo del siglo, a horcajadas sobre sus predecesores, para tener su minuto de fama.

¿Es porque es filósofo? ¿Uno de verdad? ¿Alguien que ya ha escrito una genealogía de la religión, publicada en Cerf cuando tenía 18 años, y que se ha esforzado para poner su granito de arena en la construcción del pensamiento judío moderno?

¿Es por qué parece tener una vida, una verdadera, que no exige de manera visible ni recuperación, ni justificación, ni remontada, como se suele decir de una película que fracasa?

¿O es que este cambio de nombre, este renombramiento, este nuevo nombre (Nathan Devers) lo que, como sucedía con Duras, Gary, Sollers o Sagan, es una ficción absoluta, un enunciado literario, un mito refundador, la salvación mediante el Nombre?

Aun así, Ciel et terre [Cielo y tierra] solamente es Ciel et terre.

Es un bloque enigmático que surge de algún "desastre oscuro", aunque nunca sabremos de cuál.

Es un libro (Flammarion) que sucede a las puertas de un cementerio donde no falta la tumba de Edgar Allan Poe porque ante "las oscuras divagaciones del Blasfemo que se esparcen en el futuro" responde el sarcasmo de quien parece que, en otra vida —y eso que tiene 22 años— se acercó a las fauces de la Nada.

En la vida cotidiana de este personaje, un grafista que tiene que acompañar a los escritores en la última etapa de la fabricación de su factum, en las cavilaciones de ese ser a quien nadie parece prestarle demasiada atención, a quien la mayoría de sus clientes ven como un ordenador apenas dotado con el don de la palabra, pero a quien, en cambio, embriagan en vano con sueños de grandeza de los que adivinamos que acabarán, como la novela del "escritor municipal" Mathieu, en el baúl de las ilusiones de Bouvard y Pécuchet; en vano, por tanto, los allegados del autor, sus compañeros de la Escuela Normal Superior o los responsables de La Règle du Jeu, que, junto conmigo, le han confiado las riendas de una publicación cuatrimestral, buscarán correspondencias con lo que saben de él.

Ciel et terre es el retrato del caballero de la triste figura.

Es la historia de un joven que no sabe que al tragarse, ya en las primeras páginas del relato, la palabrería del agente inmobiliario que le ha vendido la calma de las estrellas, la compañía de los desaparecidos y una vista despejada para la perpetuidad, ha firmado para vivir durante una temporada en la morada del diablo.

Es el retrato de lo que queda de un hombre cuando, con el cuerpo roto, vencido por una mediocridad que ni siquiera es capaz de llegar hasta las últimas consecuencias de sí misma y de escapar de su propio claroscuro, carcomido por la nada que reina en la pecera de su apartamento, tentado por una experiencia de hipnosis de la que regresa para encerrarse, acaba por comprender que ha sido llamado a una lucha a muerte con los espectros que lo desafían bajo su balcón.

También es, como la mística judía que el autor conoce de primera mano, la experiencia de un tiempo que se presenta como un amasijo de piedras, pero en el que, a veces, revolotean una mota de polvo o una chispa a partir de la que podemos soñar que el universo entero se va a reinventar y él, el narrador, podrá por fin atravesar el Tiempo a la inversa.

Como el principio de La muchacha de los ojos de oro, de Balzac, la historia también es una travesía por un París vivido como un infierno que no se sabe si quema o si hiela.

Como en Un hombre que duerme, de Perec, es la experiencia de un confinamiento cuyo parecido con los acontecimientos reales que acabamos de vivir sería, parece ser, fortuito, pero no por ello menos estúpido ni menos irracional.

Es una meditación sobre los juegos de azar, los casinos y la oscuridad de un Imprevisible en que, entre inocencia y aspereza, rondan, ya que tampoco estamos cerca de un fantasma, las sombras del Aleksei Ivánovich de Dostoievski, el Wilhelm Kasda de Schnitzler o del secreto de la "carta ganadora" de la reina de picas de Pushkin.

Y todavía no he dicho lo extraordinariamente bien escrita que está la novela.

El entierro del padre, al final, con ese pasado evaporado, como si nunca hubiera tenido lugar…

Los reencuentros con Alma, la joven que nunca sonríe y cuyos rasgos graves parecen haberles dado vacaciones a la emoción y respirar solamente al ralentí…

Esa página donde se dice todo lo que se puede decir sobre este siglo XXI del que nos hubiera gustado creer que le ha lavado a la humanidad sus heridas de muerte; pero aquí, atisbada en una pantalla de televisión, esa escena de un campo de batalla que podría ser el de la guerra de Siria: un pie infantil rodeado por una nube de cenizas…

Nathan Devers, filósofo y, a partir de ahora, escritor.

Joven camarada, ajeno, como yo, a la ley de las generaciones: ¡salud!