Lorelai y Rory Gilmore, madre e hija en la icónica serie 'Gilmore Girls'.

Lorelai y Rory Gilmore, madre e hija en la icónica serie 'Gilmore Girls'. Archivo

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De Sophie Turner a Lorelai Gilmore: el 'mum-shaming' castiga a las madres por cuidar su salud mental

Qué es, por qué prolifera y qué puede hacer la sociedad para cambiar la narrativa son algunas preguntas que nos planteamos sobre este juicio público.

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Alba Díaz
Publicada

Basta una frase lanzada sin malicia para encender la chispa de una culpa que muchas mujeres conocen bien: ‘¿Qué tipo de madre deja a su hijo con una niñera y se va de fiesta con amigas?’,‘cuando yo tenga niños jamás haré eso’, ‘la leche materna es mejor, nada que ver con la fórmula’, ‘no entiendo cómo puede volver a trabajar tan pronto’. Y así.

La maternidad sigue siendo ese campo minado de opiniones ajenas que convierten elecciones íntimas en juicios públicos. El mum-shaming no es una tendencia viral del 2025. Es el síntoma de que la sociedad, pese a los avances, todavía se niega a reconocernos más allá de la matriz.

La ‘mala madre’ de nuestra era no es la que descuida a su ‘tribu’, sino la que se atreve a tener una identidad independiente. Se la juzga no por sus fallos, sino por su deseo de plenitud y libertad.

El divorcio de la actriz Sophie Turner y el cantante Joe Jonas el año pasado se convirtió en el espectáculo perfecto para diseccionar la misoginia contemporánea. La narrativa mediática fue predecible: él, el ‘padre en modo papá’, cuidando de sus hijas ‘prácticamente todo el tiempo’; ella, la actriz de Hollywood, retratada como una fiestera irresponsable.

Joe Jonas y Sophie Turner en un evento de la Fundación Louis Vuitton en París, en 2021.

Joe Jonas y Sophie Turner en un evento de la Fundación Louis Vuitton en París, en 2021. GTRES GTRES

El titular: ‘A ella le gusta salir de fiesta, él prefiere quedarse en casa’. Aquí reside el doble rasero en su máxima expresión. Un padre que viaja o sale es un hombre que ejerce su ambición profesional o su derecho al ocio; es un ser con una vida social merecida. Una madre que hace exactamente lo mismo es una irresponsable, una egoísta, una desertora del deber.

Turner, en medio de un proceso de divorcio y bajo la presión de su profesión, fue condenada públicamente por tener... ¿Vida? Su único crimen, a ojos de la prensa y de las redes sociales fue la ambivalencia maternal, el insinuar que su vida no orbita únicamente en torno a sus hijas.

Este tipo de juicio social no es inofensivo. El mum-shaming causa un daño psicológico real, incluyendo ansiedad, baja autoestima y aislamiento, al obligar a las mujeres a internalizar la vergüenza y a perpetuar estándares culturales poco realistas sobre la maternidad. La madre es obligada a creer que el precio de su autonomía es la maldad.

Un estudio clásico (Liss, Schiffrin & Rizzo) encontró que quienes perciben una diferencia entre el ‘deber ser’ maternal y su propia experiencia presentan niveles más altos de culpa, y que el miedo al juicio externo intensifica estas emociones. Esta dinámica es la que alimenta el mum-shaming: la expectativa social funciona como catalizador del malestar.

Otras celebridades y figuras públicas han relatado experiencias similares; los medios amplifican el relato y muchas veces lo naturalizan como entretenimiento. Esto tiene un efecto en cadena: convierte la humillación en contenido, y el contenido en norma social.

Un ideal peligroso

Para entender por qué una frase sobre ir de fiesta puede generar una ola de odio, debemos retroceder hasta la raíz del problema: el ideal misógino de la ‘madre perfecta’. La periodista y socióloga española Esther Vivas, en su ensayo Mamá desobediente (Capitán Swing Libros, 2020), es tajante: ‘El ideal es inasumible, indeseable y tóxico’.

Este no es un fenómeno natural, sino una construcción social consolidada a lo largo de la historia, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, donde el retorno femenino al hogar fue celebrado como el pilar de la nueva sociedad de consumo.

Se creó la figura del ‘ángel del hogar’, es decir, la de progenitora abnegada, siempre disponible, cuya única felicidad residía en el cuidado y la crianza. La maternidad fue elevada a un deber moral innegociable, un estándar de perfección que exigía el sacrificio total de la individualidad. La mujer dejó de ser una persona para convertirse en una función.

Impacto del cine y la literatura

Betty Draper en la serie Mad Men es el ejemplo perfecto de la trampa: el pelo en su sitio, la casa impecable, el marido triunfador y los hijos vestidos de domingo incluso en martes. Pero bajo esa postal de los 60, había un personaje quebrado, alienado por un rol que le exigía belleza y docilidad a cambio de silencio. Su frialdad era en realidad una supervivencia emocional dentro de un molde.

El personaje de Betty Draper en 'Mad Men'.

El personaje de Betty Draper en 'Mad Men'. Archivo

En el otro extremo habita Zinnia Wormwood, la madre de Matilda, caricatura de anti-madre. Si Draper encarna la represión, Wormwood el castigo. Una recuerda que no puedes tener deseos propios; la otra, que si los tienes, serás castigada por ellos. Dos caras del mismo mito: la progenitora que se entrega pierde el alma; la que no lo hace, la reputación.

Esa dualidad sigue viva en la pantalla contemporánea. Carmela Soprano, prisionera del lujo y de la moral católica, intenta reconciliar su culpa con su deseo de autonomía. Pero cada vez que amaga con romper el molde, la ficción —y la Iglesia— le recuerdan cuál es su lugar.

Lorelai Gilmore, por otro lado, fue celebrada como una progenitora moderna, pero también fue juzgada: demasiado libre, demasiado amiga, demasiado poco ‘madre’. Lo que se castiga, al final, es la autonomía femenina.

El cine de autor ha intentado abrir esa grieta. En Tully (2018), Charlize Theron interpreta a un personaje hundido por la extenuación y la culpa. Su deseo de recuperar algo de sí misma se retrata casi como una enfermedad.

En Pieces of a Woman (2020), Vanessa Kirby encarna el duelo de quien pierde un hijo, pero también el derecho a definirse más allá de esa pérdida. En ambas, la maternidad es un campo minado donde la libertad es sospechosa y el placer, un lujo culpable.

Así, el mum-shaming se alimenta de un tabú que sigue vigente en el siglo XXI: la ambivalencia maternal. Es el miedo a verbalizar una verdad íntima y humana: se puede amar profundamente a los hijos y, al mismo tiempo, desear tiempo en solitario, anhelar la vida profesional, sentirse agotada y, sí, arrepentirse de ciertas renuncias.

Cuando una madre confiesa que su trabajo le da vida, que necesita una noche de fiesta o que la lactancia exclusiva no fue lo mejor para su salud mental, no está fallando. Está ejerciendo el derecho a ser una persona completa. Sin embargo, el juicio ajeno la obliga a volver al armario de la culpa.

En 2025, la maternidad en España se enfrenta a una crisis silenciosa que afecta profundamente a la salud mental de las progenitoras.

Según un estudio de la ONG internacional Make Mothers Matter (MMM), el 78% de las españolas con hijos se sienten mentalmente sobrecargadas, una cifra que supera en 10 puntos la media europea, del 67%. Además, el 57% manifiesta problemas de salud mental, frente al 50% de la UE.

Esta doble vara solo se aplica a un género. El dad-shaming por tener una vida fuera de la familia es prácticamente inexistente. Al padre se le aplaude por ‘ayudar’, por ‘asumir’ responsabilidades que siempre se esperan de él.

Si Joe Jonas se hubiese ido a rodar y Sophie se hubiese quedado en casa, él habría sido un ‘trabajador responsable’; ella, una ‘madre devota’ (que es el estándar, no un elogio).

Las momfluencers

La estética del feed —fotos cuidadas, rutinas perfectas, etiquetado de productos— no es inocua. Encuestas y estudios sobre cómo la representación idealizada de la maternidad en Instagram y TikTok afecta a las madres muestran que la comparación constante incrementa sentimientos de insuficiencia.

Además, el anonimato y la distancia emocional permiten comentarios hostiles que en la vida real quizá no se pronunciarían. Datos sobre uso y efectos de redes en jóvenes y población general indican que las plataformas contribuyen a la normalización del ataque y la vergüenza pública.

La figura de la madre ha sido siempre un espejo social: en la Ilustración, en la posguerra, en los anuncios televisivos. Cada época dio su propio ideal —la abnegada, la consumista, la supermom— y cada ideal trae su corrección normativa.

El juicio se alimenta de normas de género, desigualdad de cuidados y presiones económicas: cuando el Estado y las redes de apoyo fallan, la culpa se privatiza y se convierte en arma social.

El camino para desmantelar este sistema de vergüenza no pasa por buscar una nueva versión de la progenitora perfecta, sino por enfatizar el papel de una madre suficiente (un concepto que el pediatra Donald Winnicott popularizó en el ámbito de la crianza, pero que es igualmente vital para la sociología femenina).

Esta es la que satisface las necesidades de su hijo sin sacrificar sus propias necesidades por un ideal inalcanzable. Es la que prioriza su salud mental, su carrera o su pareja cuando es necesario.

Harry Wormwood (Danny DeVito), Matilda (Mara Wilson) y Zinnia Wormwood (Rhea Perlman) en 'Matilda' (Danny DeVito, 1996).

Harry Wormwood (Danny DeVito), Matilda (Mara Wilson) y Zinnia Wormwood (Rhea Perlman) en 'Matilda' (Danny DeVito, 1996). Archivo

En 2025, necesitamos que la sociedad (y, crucialmente, otras mujeres) dejen de usar el sacrificio maternal como el medidor de la decencia femenina.

La respuesta al mum-shaming no está en defender cada elección de crianza con argumentos, sino en desafiar el mandato social. Que se hable menos de la madre que se siente culpable y más de los sistemas que la obligan a sentirse así: la falta de bajas por paternidad igualitarias, la precariedad de la conciliación…

Cambiar esto requiere más estructuras: mejores políticas familiares, comunicación pública responsable y una cultura digital que premie la comunidad sobre el linchamiento.

‘¿Qué tipo de mujer deja a su hijo con una niñera y se va de fiesta con amigas?’ La respuesta es: una que ejerce su derecho a ser una persona completa. Y esa, precisamente esa, es la madre desobediente que necesitamos en el siglo XXI.