'Mañana', una novela sobre la pérdida, el desamparo y las ruinas, pero también sobre la posibilidad de la redención

'Mañana', una novela sobre la pérdida, el desamparo y las ruinas, pero también sobre la posibilidad de la redención

Blog

'Mañana', una novela sobre la pérdida, el desamparo y las ruinas, pero también sobre la posibilidad de la redención

Olalla Castro
Publicada

Venía de escribir libros de poesía; libros tristes donde la belleza nunca lograba sobreponerse al horror. Esta historia llegó como un caballito de mar, un brillo que cabalgaba la negrura del fondo y hacía que todo fosforeciera en torno a sí.

Mañana es mi primera novela. Llevaba meses asaltándome la imagen de un grupo de mujeres que trabajaban en un bancal de arroz en el sur de China. Era una imagen cenital, con lo que no veía mucho de ellas, tan solo sus sombreros de cono y las mochilas que cargaban a la espalda.

En una de mis obras poéticas, Bajo la luz, el cepo, había escrito sobre un comerciante de sedas chino arruinado que acababa trabajando en las plantaciones de azúcar de Hawái antes de contraer la lepra. Ahí nació la idea de las campesinas.

Aunque me esforcé por apartarla, pues en ese momento me desviaba de la historia que tenía entre manos, a cada tanto regresaba, y siguió volviendo una vez cerrado el libro. Persistía, pero era siempre igual: no se ampliaba, no variaba, no cuajaba.

Estaba claro que esa imagen traía algo consigo, algo que mi cabeza no estaba dispuesta a despreciar. Apuntaba a un lugar cuya geografía iba trazándose por debajo de mí misma, a fuerza de insistir. Ya lo dice Erika Martínez: "El arte se produce con un material inconsciente que nos trabaja incansable por debajo hasta que un día todo fragua y emerge".

Por otro lado, yo andaba esas semanas buscando un personaje cuya historia narrar. Quería escribir mi primera novela en un intento de salir de la precariedad, de la dependencia de los premios literarios y de la obligación de alternar decenas de trabajos ajenos a la propia escritura (talleres, correcciones de textos, jurados, conferencias, recitales, artículos) para subsistir.

Pretendía que fuese un texto híbrido, como lo habían sido todos mis poemarios, donde lo narrativo conviviese con lo ensayístico y con lo poético. Además, deseaba seguir reflexionando sobre un tema que recorre gran parte de mi obra: el lenguaje y sus límites (el lenguaje como imposibilidad).

Recordé los versos de Celan ("Si viniera un hombre al mundo hoy...debería solamente balbucir") y supe que es en el momento de la pérdida cuando el lenguaje se muestra más impotente. Incapaz de decir el dolor, se vuelve inútil, dejándonos doblemente huérfanas, doblemente solas.

El personaje sobre el que escribiera tenía que estar ahí, en ese filo, en esa frontera donde el lenguaje nos abandona y nos deja al borde del puro balbuceo. Además, había de ser alguien que hubiese creído ciegamente en la palabra como hogar antes de sentir ese abandono.

Pensé en una profesora de literatura, alguien para quien el lenguaje siempre hubiera estado en el centro de la vida, teniendo de pronto que enfrentar la mayor de las pérdidas imaginables: la de una hija pequeña. Fue así como Virginia, el personaje que ya estaba pergeñándose en mi cabeza, y aquellas campesinas chinas que llevaba meses viendo, convergieron. Y supe que quería escribir la historia de una mujer que, tras sufrir una pérdida indecible, huía de su lengua y de su vida para marcharse a aquel país asiático.

En principio, esa huida y ese duelo iban a ser toda la novela y la de Virginia la única voz que la conformase, pero entendí, a medida que escribía, que un sujeto aislado nunca puede devenir otro, que es siempre en el encuentro con las demás donde cambiamos.

Así surgió Sùyīn, la otra voz que atraviesa Mañana, que fue creciendo y creciendo como una levadura hasta conformar su propio universo. Ella me permitió bucear en la historia, la cultura y la literatura chinas e imaginar a un puñado de personajes sin los que ahora no concibo esta novela.

Yo no quería escribir sobre el amor. Esta iba a ser una novela sobre la imposibilidad, sobre el dolor, sobre lo roto. Pero algo luminoso fue incrustándose en ella y otros lenguajes (el del tacto, el del deseo, el de la piedad), por suerte, se fueron imponiendo a golpe de destello.

Escribir el primer borrador de Mañana me llevó un año y medio de trabajo intenso, probablemente el más intenso de mi vida literaria. Llegar a editarlo ha supuesto cuatro más de búsqueda y de espera. En ese tiempo se sucedieron cuatro negativas antes de llegar hasta mi editora, Carolina Reoyo, y con ella a Lumen. Ahora agradezco ese ramillete de "noes" que me trajo hasta aquí, así como agradezco mi propia perseverancia, mi modo de no desfallecer.

Para editar hace falta que alguien crea en eso que has escrito (la mayoría del tiempo, incluso, hace falta que ese alguien seas tú). Hay que sostener la duda que todo texto trae consigo sin perder del todo la fe que arrastra.


Esta novela abrió en mí una nueva forma de escribir. Puede decirse que inauguró algo que impregnó también los libros que vinieron después (Las escritas y Todas las veces que el mundo se acabó): ese algo es la misericordia.

Concebida no solo como una forma de compasión, algo atravesado por la lástima, sino como una forma de perdón, algo que nos invita a abandonar el espacio de la condena para inscribirnos en el espacio de la comprensión (incluso de aquello que nos resulta insoportable).

En cierto modo, Mañana ha reblandecido mi escritura. Me ha reblandecido a mí. Ahora cuido su luz y su blandura. Las reivindico. Confío en ellas como material de lucha y de transformación social. Las coloco donde antes ponía la oscuridad, la tristeza, el dedo acusador... Ondean como una sábana tendida frente a mí. Todavía puedo respirar su frescor.