Cada año, cuando llega diciembre, voy con una compañera al convento de la Trinidad, donde las monjas elaboran dulces tradicionales: tocino de cielo, pastas, roscos de vino… La oferta es amplia, pero nuestras favoritas son las bolitas de coco: ligeramente tostadas por fuera y sorprendentemente tiernas por dentro. Solo por ellas merece la pena la visita.

En las últimas ocasiones nos ha atendido una hermana de acento africano, con esa cadencia rítmica y fuerte tan reconocible. El torno nos impide verla, pero una vez, cuando creímos que las bolitas se habían terminado y ya íbamos a marcharnos algo decepcionadas, la puerta del convento se abrió apenas unos instantes, y de ella surgió una mano sosteniendo una bolsita.

Antes de que se cerrara de nuevo, alcancé a ver el rostro de la religiosa: había buscado hasta encontrar las últimas bolitas de coco, y nos las ofrecía con una sonrisa tímida, más elocuente que cualquier explicación que pudiera darnos en un idioma que aún no dominaba.

A veces pienso en aquel gesto. En esas puertas que dan paso a algo pequeño pero significativo. Y pienso también que, mientras aquí disfrutamos de actos sencillos y cotidianos, hay puertas que se abren de forma brutal en otras partes del mundo, y tras ellas solo se encuentra el miedo.

Porque en lugares como Nigeria, la República Democrática del Congo o Sudán, miles de familias viven con el temor de perderlo todo: un ataque durante una misa, la irrupción de hombres armados en un colegio que hace desaparecer a sus hijos para siempre, la destrucción de su hogar y de su comunidad por el simple hecho de profesar una fe,...

Y no se trata de una realidad aislada. A día de hoy, en muchos rincones del mundo la libertad de creer es una condición frágil; diversos informes nos recuerdan que millones de seres humanos viven bajo presión o amenaza por sus convicciones religiosas, y los cristianos figuran entre las comunidades más afectadas.

Sabemos que el odio no necesita razones. Es, por desgracia, un combustible barato para alimentar la violencia que arrasa aldeas, desplaza a familias enteras y destruye iglesias. Iglesias que, más que lugares de culto, en esos países funcionan como centros comunitarios, escuelas improvisadas o espacios de consuelo para quienes más lo necesitan.

Ante el recrudecimiento de los ataques, numerosas organizaciones internacionales alertan de que podrían encajar incluso en la definición de genocidio recogida por la ONU. El debate técnico está abierto, pero la realidad es incontestable: como corderos entre lobos, muchas personas viven en entornos claramente hostiles, en riesgo constante de perderlo todo a causa de su fe.

Se acerca la Navidad. En nuestra bella Málaga las luces del centro brillan, los árboles de la Alameda resplandecen bajo sus redes luminosas y pronto volveremos al convento en busca de nuestras bolitas de coco. Habrá reuniones, brindis y buenos deseos.

Pero también habrá en todos los Nacimientos una presencia muda, que apenas se nota, y que sin embargo permanece: la de quienes celebrarán esta Nochebuena con temor. Porque parece que, como hace dos milenios, el Mesías sigue naciendo pobre y solo, al calor de los desheredados del mundo, ya sea en un pueblo de Oriente Próximo o en la tierra roja de África.