La pasada edición de Andalucía Management, la psicóloga Inma Puig, con su tono reflexivo y sosegado de hablar, lanzó una evidencia que invita a pensar. Hay un contraste llamativo que delata nuestras prioridades como sociedad: existen miles de cursos, talleres y manuales para “comunicar mejor”, pero casi ninguno para “escuchar mejor”.

Se nos enseña a proyectar, convencer, persuadir, impactar, hablar en público, vencer el miedo escénico, modular la voz y estructurar discursos. Todos queremos mejorar nuestra comunicación. Pero ¿quién nos enseña a escuchar? ¿Dónde se aprende a prestar atención sin preparar la réplica? ¿Quién nos entrena para dar espacio, para sostener la pausa, para renunciar al protagonismo?

Se suele decir que, si tenemos dos oídos y una boca, será por algo: para escuchar el doble de lo que hablamos. Dignificar esa idea y ponerla en valor es esencial. Porque el silencio, lejos de ser un vacío incómodo, puede ser un acto de cuidado: del otro y de uno mismo. Cuántas veces, en una conversación, es mucho más sensato callar. Y no por falta de argumentos para continuar con el debate, ni por prudencia excesiva, sino porque en ese momento sabemos que solo serviría para alimentar un fuego que no necesita más leña.

Probablemente ahí se encuentra uno de los grandes desafíos contemporáneos: vivimos en la era de la respuesta inmediata. Todo se nos exige al instante: opiniones al segundo, juicios rápidos, reacciones impulsivas. Las redes sociales nos han entrenado para creer que la velocidad es un signo de lucidez, y que quien tarda en contestar duda porque no sabe. Pero tal vez sucede lo contrario: quizás quien se toma tiempo para pensar es quien se acerca más a la verdad, o al menos a la serenidad.

Cierto es que hay silencios que pesan y otros que liberan. Unos nos paralizan, otros nos protegen. Pero el ruido se ha convertido en un hábito social. Una especie de inquietud colectiva que impide escuchar y ser escuchados. Y, sin embargo, el silencio, ese espacio injustamente despreciado, puede convertirse en un aliado inesperado. No como una renuncia, sino como una forma de respeto. No como ausencia, sino como preparación.

Callar no siempre significa ceder. A veces significa elegir: elegir no herir, no precipitarse, no decir algo que nacería desde la rabia y se convertiría en arrepentimiento. La pausa es un gesto ético. Una decisión que reconoce que las palabras tienen peso y que, por eso mismo, conviene decidir cuándo decirlas y cuándo dejarlas reposar.

El silencio también nos devuelve la capacidad de estar verdaderamente presentes. No como decía Stephen R. Covey; “la mayoría de las personas no escuchan con la intención de entender, sino con la intención de responder”, sino para comprender. ¿Cuándo fue la última vez que alguien nos escuchó sin interrumpir? ¿Cuándo fue la última vez que ofrecimos ese mismo regalo? Acostumbrados a competir por cada segundo de atención, la escucha se ha convertido en una forma rarísima de generosidad.

De la misma manera, en la conversación pública, el ruido distorsiona lo esencial. Transformamos desacuerdos normales en ofensas graves, y discrepancias legítimas en amenazas. Quizás el primer paso para recuperar la escucha sea recuperar la pausa.