Comentaba un amigo una frase que le repetía su padre: “Con ser normal, destacas”, como forma de reivindicar la autenticidad cotidiana, el equilibrio entre ser uno mismo y convivir en sociedad sin necesidad de aparentar lo que no se es.
Me vino entonces a la cabeza otra de Tolstói: “Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo.” Estas dos frases, aunque distintas, resumen una paradoja de nuestro tiempo: mientras casi todos aspiran a parecer extraordinarios, la sencillez de la vida diaria se ha vuelto excepcional.
Y cuando hablo de “normalidad”, conviene aclararlo: no me refiero a una idea rígida o uniforme del comportamiento humano, ni mucho menos a lo mental. Aceptar nuestra singularidad, autenticidad y propósito es mucho más valioso que intentar encajar en un molde impuesto externamente. Nadie es completamente igual, y precisamente en esa diversidad, en la diferencia que cada uno aporta al conjunto, reside nuestra mayor virtud.
Vivir como una persona normal no es ser conformista ni aburrido. Es actuar con conciencia, manteniendo los valores incluso cuando nadie nos puede juzgar. No hay nada excepcional en ello: frente a la ostentación o el histrionismo, la constancia, trabajo y esfuerzo son formas silenciosas de coraje.
En un mundo hiperconectado, dominado por el relativismo y la permanente exigencia de originalidad en redes sociales, donde los medios se nutren de escándalos y polémicas, vivir con discreción, coherencia y sentido común, incluso liderar desde el ejemplo, parece casi un acto de rebeldía.
Sin embargo, cambiar también es parte de esa normalidad. El cambio no debería vivirse como una ruptura, sino como una evolución natural: un proceso que brota de nuestros propios cimientos, de principios éticos y valores firmes que nos sostienen mientras aprendemos a adaptarnos. Porque, como toda evolución vital, el cambio necesita raíces profundas y flexibles a la vez, que le den estabilidad, confianza y dirección. La verdadera madurez consiste en crecer sin dejar de ser uno mismo.
Incluso quienes están en las más altas responsabilidades institucionales, tropiezan con el mismo dilema: ¿cómo mantenerse fiel a lo que uno cree en un entorno que premia la apariencia? Jean-Claude Juncker, expresidente de la Comisión Europea, lo resumió con crudeza: “Todos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo ganar las elecciones después de hacerlo”. Su frase encierra el dilema moral de la política moderna: la tensión entre hacer lo correcto y hacer lo “rentable”. Pero no solo los políticos enfrentan ese conflicto; también cualquier ciudadano que intenta conservar la integridad en un entorno que premia la imagen sobre el fondo.
Miles de personas hacen que el mundo funcione cada día, sin esperar reconocimiento. No son invisibles ni irrelevantes: son la fuerza silenciosa que sostiene hospitales, escuelas, familias y ciudades, sin aplausos ni titulares. Como escribió Albert Camus, “la verdadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo todo al presente”. Algunos destacarán más, pero su brillo no serviría de nada sin quienes los apoyan, acompañan y trabajan en el anonimato. Parecer ordinario no tiene nada de malo; lo verdaderamente triste es no valorar lo simple y valioso que muchos tenemos: poder comer cada día, disfrutar de buena salud o vivir en paz.
Así que, si alguna vez te han dicho que eres aburrido por ser normal, sonríe: en estos tiempos, la normalidad es lo más extraordinario que te puede pasar.