La educación primaria y secundaria constituyen los pilares fundamentales sobre los que se construye el futuro académico, personal y profesional de un niño o una niña. En estas etapas no solo se adquieren conocimientos, sino que se desarrollan las competencias emocionales, sociales y cognitivas que pondrán la proa de su vida.

Existe un amplio consenso en torno a esta idea, aunque las familias de hoy formulan nuevas preguntas que reflejan los desafíos de nuestro tiempo:

¿Qué tipo de educación necesitan nuestros hijos e hijas en un mundo de cambios tan acelerados? ¿Cómo equilibrar la felicidad personal con la exigencia académica y profesional a la que se enfrentarán en el futuro? ¿Estamos preparando desde el colegio a los alumnos para que accedan en el futuro a puestos de trabajo de media y alta cualificación y a su vez llevar una vida plena, equilibrada y con propósito?

Responder a estas cuestiones requiere una reflexión profunda sobre el papel de la escuela, el proceso de enseñanza-aprendizaje y la responsabilidad compartida entre docentes, familias y sociedad.

El alumno de hoy no se parece en nada al alumno de hace 20 años, y no digamos al de hace 50 años. En ese caso el docente debe tener un compromiso claro a la hora de impartir un magisterio en continuo cambio, para así adaptarse a las nuevas reglas sociales. En este contexto resulta evidente que una educación basada únicamente en la transmisión de conocimientos de manera unidireccional se nos antoja como insuficiente, no consiguiéndose un aprendizaje significativo.

Prima facie, la misión de la escuela no es otra que formar personas autónomas, críticas y creativas, pero, sobre todo, enseñar a cada alumno a ser resiliente ante los retos que la vida plantea. Dicho de otro modo, que aprenda a valorar sus logros como primer peldaño hacia una felicidad plena.

A veces algunos padres y madres creen ver una situación antinómica entre el bienestar emocional y la exigencia académica a la que se enfrenta su hijo. Ciertamente, cada vez más las familias presionan a los docentes para que no tensionen a sus hijos, ya que según ellos el bienestar emocional de su hijo está por encima de cualquier otra consideración.

Lo que no entienden es que un alumno feliz no es aquel que nunca se enfrenta a la dificultad, sino quien aprende a superarla con confianza. De hecho, la escuela debe ser un entorno donde el esfuerzo tenga sentido, donde el aprendizaje se viva como una experiencia de crecimiento personal y no como una carga.

Aquí entra en juego un concepto clásico y profundamente humano, el érgon, término griego que significa obra realizada, tarea cumplida. En el ámbito educativo, ese érgon se traduce en el subidón emocional que sienten los alumnos cuando, tras meses de trabajo, logran acabar el curso con todas las asignaturas aprobadas y con buenas notas.

Esa vivencia en primera persona del érgon, no solo refuerza la autoestima, sino que convierte el proceso de aprendizaje en una experiencia vital completa, de ese modo, el alumno no estudia para complacer, sino para crecer y madurar como persona. Cultivar ese sentimiento de logro a menudo conlleva educar en la gestión de los reveses, en tener paciencia, en el control de su voluntad (decidir hacer algo y hacerlo) y, en definitiva, gestionar la responsabilidad de asumir sus propios retos y objetivos.

El mantra de la cultura del esfuerzo per se ya no es suficiente sin conseguir que el alumno sea feliz a la hora de enfrentarse a la dificultad y aprender a superarla con confianza. Mutatis mutandis, la escuela debe ser un entorno donde el esfuerzo tenga sentido, donde el aprendizaje se viva como una experiencia de crecimiento personal y no como una obligación sin sentido.

A estos propósitos atendería que la escuela debe concebirse como una auténtica comunidad de aprendizaje, un espacio donde se construye conocimiento, pero también se incentive la convivencia más allá del aula (continuas excursiones, viajes culturales/solidarios, eventos deportivos, campus, etc.)

Las habilidades socioemocionales son fundamentales para el desarrollo personal y social del menor, debiendo ocupar un lugar central en el proyecto educativo del centro escolar, y para ello el principal valedor será el tutor o tutora, que jugará un papel estelar ejerciendo de mentor.

Asimismo, es esencial reforzar la relación entre colegio y familia. La educación es una tarea compartida, y su éxito depende de la coherencia entre los valores que se transmiten en el hogar y los que se viven en el aula. Cuando ambos espacios trabajan de manera coordinada, los alumnos crecen con seguridad, confianza y sentido de pertenencia, lo contrario sería un contrasentido.

En definitiva, el desiderátum del centro educativo no debe ser otro que educar para la vida a todos sus alumnos. Así, que, educar es, ante todo, un acto de confianza en el futuro que implica creer que cada alumno y alumna posee un potencial único que debe ser descubierto, cuidado y desarrollado.

No veamos el colegio como un simple trampolín que prepara a sus alumnos para la universidad o para el mundo laboral, sino más bien como un espacio en el que se forman y educan a personas que serán capaces de construir vidas plenas, comprometidas y felices.