Se cumplen dos años del ataque terrorista de Hamás que desencadenó el brutal y desaforado ataque de Israel sobre toda la población de la franja de Gaza. Como aquel libro de Juan Eslava Galán sobre nuestra guerra civil, posiblemente esté escribiendo un artículo que no va a gustar a nadie.

Sabiendo que publico cada martes, y que hoy es el aniversario de aquella matanza cruel e injustificable, llevo semanas dándole vueltas a este texto; ha querido el destino y la geopolítica mundial que lo haga con una mínima esperanza de que la masacre de los palestinos termine -luego hablaremos del genocidio-, con un plan de paz sobre la mesa -injusto y mezquino, eso sí- y la aparente voluntad de los terroristas de Hamás de liberar a los rehenes que aún mantienen cautivos.

En el año 2019 tuve la fortuna de visitar Israel, invitado por Yad Vashem, el Museo del Holocausto (The World Holocaust Remembrance Center). Formé parte de una delegación hispanohablante y cursé un seminario en las instalaciones del propio museo. Fui el único gentil invitado: me trataron como a uno más de la familia, fui agasajado y conocí a muchas personas con las que sentí una afinidad inmediata.

Todo partió de la comunidad judía de Málaga, a la que me sigue uniendo un vínculo personalizado en David Obadía, debido a mi iniciativa de organizar durante varios años diversos actos en recuerdo del Holocausto y sus víctimas (cada 27 de enero), y también por impulsar un acto institucional en el Parlamento de Andalucía al que se sumaron todas las fuerzas políticas.

A mi regreso de aquella intensa visita, comenté en mi entorno diversas impresiones. La primera de ellas, quizás la más destacable, es que cualquiera que intentara hacer daño a Israel iba a ser machacado.

Asistí a eventos muy potentes y estuve a menos de 100 metros de Netanyahu: nuestra agenda era casi para diplomáticos. Y tuve claro que la principal enseñanza que había sacado una parte del pueblo judío de su propia historia era que nunca más se iba a dejar atacar -y mucho menos exterminar- sin oponer una resistencia feroz. Quienquiera que pretendiera hacerles daño, lo iba a pagar caro.

Si esto fue obvio en una visita de una semana en 2019, no sé qué esperaban que ocurriera los dirigentes e ideólogos de Hamás tras el ataque del 7 de octubre de 2023, un ataque llamado Operación Inundación de Al-Aqsa.

El balance para Hamás fue de 1.195 personas asesinadas (de los que 766 eran civiles, entre ellos 36 menores de edad) y la captura de 251 rehenes. Hubo víctimas entre la población judía por fuego amigo del propio ejército israelí, y diversas fuentes hablan del ejercicio de violencia sexual de los terroristas contra mujeres y niñas.

Quizás nunca sepamos a ciencia cierta lo que pasó en aquellos días fatídicos, y entre las conjeturas que circulan están los fallos de la infalible inteligencia israelí, que fue capaz de desarbolar a Hezbollah en el Líbano introduciendo explosivos en miles de dispositivos de comunicaciones, apenas unas semanas más tarde.

Otro tema es la difusión masiva de noticias falsas derivadas de la guerra de propaganda desatada tras los ataques. Pero además de preguntarnos si la injusta situación de Gaza iba a mejorar con este ataque y la captura de rehenes, conviene interrogarse sobre lo que pasó por la cabeza de los diseñadores del ¿audaz? asalto, y cuál creían que iba a ser la respuesta de Israel, cuando un observador aficionado que pasó una semana por allí volvió a su país con las cosas meridianamente claras, y la certeza de que al legado del Holocausto hay que sumar la memoria colectiva israelí de la Guerra de los Seis Días (1967) y la de Yom Kippur (1973).

Así que mi punto de partida es incómodo. La política de Israel hacia los palestinos y los territorios aún bajo su control se ha saltado a la torera todo el derecho internacional desde 1949, la asfixia de Gaza era evidente e injustificable, pero a raíz del ataque terrorista ahora sabemos que en Gaza había buenas universidades, hospitales, escuelas, infraestructuras que daban a mucha gente la oportunidad de estudiar y de buscar una vida mejor, y que ahora todo eso ha desaparecido, porque los violentos de ambos bandos se han salido con la suya y lo han destruido todo, convirtiendo a Gaza -parafraseando al escritor y periodista judío Joseph Roth- en la filial contemporánea del infierno en la Tierra.

Es imposible continuar como si nada hubiese ocurrido. Tuve una colección personal de más de 400 libros sobre el Holocausto, que en enero de este mismo año doné a la biblioteca municipal de Lucena, un municipio orgulloso de su legado judío.

He visto prácticamente todas las películas que he tenido a mi alcance sobre este tema, incluyendo la monumental Shoah, de Claude Lanzmann, que vi cuando falleció mi padre para hacerlo con ese necesario sentimiento de pérdida con el que hay que abordar el visionado de esta obra imprescindible.

Doné todo ese material porque no quiero seguir leyendo sobre el Holocausto: mi vínculo íntimo y emocional con el sufrimiento histórico del pueblo judío ha desaparecido; mi admiración por su talento y laboriosidad también. Es sólo un gesto, pero es más que nada.

Entre esos libros estaba por supuesto Genocidio, de Raphaël Lemkin, en edición del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Gracias a este jurista judío se acuñó esta nueva palabra en 1944, documentando los crímenes nazis para introducir un nuevo delito en el ordenamiento penal internacional, cosa que logró en 1948, pocos años antes de fallecer exhausto y empobrecido.

Saco esta larga cita de la web de la Enciclopedia del Holocausto, del United States Holocaust Memorial Museum: “Por el término 'genocidio' queremos decir la destrucción de una nación o de un grupo étnico. Esta palabra nueva, inventada por el autor para denotar una práctica antigua en su versión moderna, se compone de la antigua palabra griega genos (raza, tribu) y de la palabra latina cide (matar). En términos generales, el genocidio no significa necesariamente la destrucción inmediata de una nación, salvo cuando se realiza por el exterminio masivo de todos los miembros de una nación. En cambio, intenta significar un plan coordinado, comprensivo de diversas acciones, con el propósito de destruir los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales y de aniquilar los grupos en sí. El genocidio se dirige contra el grupo nacional como una entidad, y las acciones del mismo son dirigidas a los individuos, no en su calidad de individuos, pero como miembros de un grupo nacional”. El 16 de septiembre la ONU publicó un documento de 72 páginas (Legal analysis of the conduct of Israel in Gaza pursuant to the Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide) que va en esta misma línea. Francesca Albanese merece todo mi respeto.

Sí, considero que Hamás es un grupo terrorista. Sí, considero que el gobierno de Israel está cometiendo un genocidio en Gaza. No, no he dejado de hablarme ni he roto relaciones con mis amistades de origen judío, aunque me haya distanciado.

Sí, he ido a manifestaciones contra la acción de Israel y a favor del pueblo palestino. Sí, he coreado eslóganes con los que estoy de acuerdo (“un niño en Gaza no es una amenaza”). No, no quiero la desaparición del Estado de Israel.

Sí, me parece aberrante que se plantee construir un resort de lujo sobre las ruinas de Gaza. Sí, me siento impotente cuando veo que la violencia se impone. No, no creo que toda la población judía esté orgullosa o contenta con lo que están haciendo sus dirigentes (de hecho, se cree que casi un millón de personas ha abandonado Israel en los últimos dos años).

Sí, pienso mucho en la Palestina ilustrada y liberal que ha sido exterminada, quizás para alegría de la propia Hamás: docentes, médicos, profesores universitarios, periodistas. No, no creo que Hamás, llegado el caso, tolerase una prensa libre e independiente.

Sí, sigo creyendo que en algún momento habrá que sentarse a negociar, aunque parece que quienes lo van a hacer son los mismos extremistas que han provocado todo este desastre. Sí, creo que es injusto llamar Guerra de Gaza a la masacre sangrienta de hombres, mujeres y niños inocentes.

Sí, creo que hay muchas más víctimas entre la población palestina de lo que dicen las cifras oficiales (en torno a 70.000, sin contar a los desaparecidos). Sí, creo que las manifestaciones están siendo útiles para que nuestros gobiernos reaccionen.

No, no me gusta -y me indigna- que la situación de los palestinos se convierta en una herramienta política de bajo vuelo y corto plazo. Sí, me sorprende y enfada la inhumanidad que exhiben en las redes demasiadas personas que presumen de sus creencias católicas.

Sí, conozco a sacerdotes y muchos creyentes católicos espantados por la masacre. No, no sé cómo acabar con esta situación y cómo recuperar para Palestina todo lo que le ha sido arrebatado, todo lo que ha sido destruido. Sí, me gustaría que Netanyahu, sus ministros cómplices y la cúpula completa de Hamás sean juzgados por la Corte Penal Internacional. No, no creo que eso ocurra nunca.

Todo esto es sólo una reflexión escrita en el salón de mi casa, cómodo y a salvo. Me pregunto cuántos sacrificios individuales estamos dispuestos a hacer para mejorar una situación que nos resulta insoportable. A cuántos viajes estamos dispuestos a renunciar, a cuántas buenas comidas, a cuántos libros recién publicados.

Qué porcentaje de nuestro sueldo estamos a dispuestos a donar a las causas justas que nos reclaman en el mundo. Porque nada va a cambiar escribiendo en la prensa o en las redes sociales. No estoy hablando de ingenuidad, estoy hablando de comodidad y de cinismo, de pretender que la lucha por nuestros ideales puede hacerse sin renuncias, sin sacrificios, sin cambios radicales en nuestras cómodas vidas cotidianas.

Y también me pregunto si lo que nos espera es un futuro inmediato donde triunfe la ley del más fuerte y la impunidad de los asesinos esté garantizada. “Allá donde viene a faltar la ley, sobre todo, se instaura la ley de la selva, la ley darwiniana, según la cual prevalece y sobrevive aquel que es capaz de adaptarse mejor, que es por lo general el peor individuo, devorando la carne viva del otro”: Primo Levi lo dijo poco antes de morir. Y ante esto, poco más puede añadirse.