Hace diez años, por estas fechas, me mudé a vivir a Córdoba, así que llevaba tiempo sin pisar la Feria de Málaga. A veces porque coincidía con mis vacaciones, otras por pereza, casi siempre porque tener tan buenos recuerdos de los días y las noches de feria que viví se convierte en un obstáculo.
Los lectores de mi edad habrán identificado el homenaje a Manuel Vázquez Montalbán en el título, y sabrán que llega un momento en la vida en el que el pasado se convierte casi en un sitio al que volver, porque éramos más jóvenes, teníamos la vida por delante y un mundo por comernos.
Lo que para unos es nostalgia, deseo de volver a un tiempo idealizado, para otros puede ser la sensación rara de volver a un sitio del que ya no se forma parte.
Yo era más de la feria del centro que del Real. Estoy hablando de hace unos cuantos años, antes de que se pusiera de moda andar sin camiseta, el botellón en la calle, la idea de fiesta masiva sin control ni pudor ni buen gusto.
En el debate sobre la necesidad de trasladar el ambiente familiar al Real y tratar de evitar en la medida de lo posible la conversión de todo el centro de la ciudad en un gigantesco bar al aire libre, yo aún prefería el centro, porque me pillaba más cerca de casa y podía irme andando cuando quería, o cuando estaba cansado, o cuando notaba que había llegado el momento de ir a pegarme una ducha y acostarme a dormir la mona.
El Real, además, aún no disponía en muchos casos de las instalaciones adecuadas, del aire acondicionado que ahora enfría las casetas que da gusto, y se iba casi siempre de noche, con la fresquita, a cenar y tomar alguna copa en las casetas de moda.
Ahora el centro de la ciudad es territorio turista, y los veteranos que hemos paseado por las calles de Málaga durante los días de feria -días laborables este año- hemos visto un panorama radicalmente distinto.
Las únicas aglomeraciones se han debido a los cruceros, y las calles otras veces llenas de gentes y de música estaban vacías, o casi vacías. Y hay que decir que ha sido un acierto ese traslado, porque el centro ya no es el escenario de todo tipo de escenas bochornosas que daban la vuelta a España en los informativos, y la música estridente no golpea a la vuelta de cada esquina.
Con el paso del tiempo uno vuelve la vista atrás, recuerda los debates enconados, las posiciones numantinas, y es de justicia reconocer que la Feria de Málaga ha mejorado con su traslado al Real, una decisión que comenzó con las torpezas de algunos caballistas -que obligó a desalojarlos del centro- y que ahora ha conciliado en el Cortijo de Torres en buen vecindario y convivencia los sanos intereses de todos los que van a divertirse y pasar un buen rato, con caballos y sin ellos.
He ido un par de días a la Feria, el primero con mis hijos y sobrinos, y el segundo con mis amigos de toda la vida. Sobre la primera tarde-noche ya escribí la semana pasada, así que esta vez me centraré en el jueves, una jornada memorable.
Comí en El Péndulo, tomé un par de copas en Larios 15 -con la actuación en directo de Señor Mirinda-, cené ahumado pero bien en la Peña Martiricos, y para la despedida elegí La Tajá, donde me hice pasar por el padre de un par de chavales a los que no dejaban entrar, y a la que fui tan solo para buscar a mi querido amigo Juan Carlos Robles.
Nunca escribo nombres propios en mis artículos, pero voy a hacer una excepción porque mi amistad con Juan Carlos desafía todas las leyes de la lógica que parecen regir la vida social española, y pasé con él y con su maravillosa familia un rato estupendo, también con música en directo.
Las casetas de Málaga han mejorado con los años, y eso también hay que decirlo y celebrarlo. Me parecen bien los cierres a quienes impiden el acceso libre, un asunto peliagudo que se puede y debe resolver con mano izquierda y sentido común. La música en directo siempre es un atractivo añadido, si los grupos son buenos y hay buen sonido.
Muchos de nosotros ya sólo queremos escuchar versiones de los 80 y los 90, y pasar un buen rato identificando los temas y recordando las letras. Y aplaudo a quienes no aprovechan el aforo permitido para convertir sus casetas en latas de sardina donde es imposible algo tan básico como acercarse a la barra o ir al baño. Así lo hacen en Larios 15, donde además me encontré a unos primos y a sus hijos y me puse al día de las últimas novedades de la parte Benítez de mi familia.
No miento cuando digo que fui a la Feria con mis amigos de toda la vida. A uno lo conozco desde preescolar, en el colegio Platero. A otros dos desde primero de EGB, a otro desde quinto, cuando llegó a nuestro colegio -los Maristas, que todo hay que decirlo- y a los demás también desde aquellos tiempos.
Cincuenta años juntos, quién lo diría. De nuestras mujeres tendría que escribir otro artículo, porque no son cincuenta años juntos, pero sí cuarenta, o casi. La gente se sorprende cuando lo contamos, y no es para menos. Uno va a la Feria, entonces, a pasarlo bien con los amigos, a encontrarse con gente a la que no ve hace tiempo, a pasar un rato divertido y hacerse selfies.
Las fotos de los móviles se comparten con más amigos y familiares y se produce una viralidad positiva, real, auténtica; una circulación de fotos de reencuentros alegres y festivos que dibujan el mejor retrato de lo que ha sido nuestra vida, porque en esas fotos vuelves a ver a quienes no te dejaron tirado en los malos momentos -esto es para ti, Isa Hurtado-; a quienes se acercan porque tienen un buen recuerdo de ti; a quienes te cuelan en sus casetas porque coincidisteis en las asociaciones estudiantiles de la universidad; o a quienes te invitan a una copa por los buenos y viejos tiempos.
Si la Feria de Málaga sigue permitiendo y propiciando esos buenos momentos, será un éxito. Porque el éxito no se puede medir en función de los asistentes, de las ventas, de los visitantes, de los números fríos. Es un éxito indudable que no haya incidentes, ni peleas, ni violencia machista, ni detenciones. Celebremos que las estadísticas negativas bajen hasta desaparecer.
Y celebremos y reivindiquemos la Feria como lugar de encuentro, como espacio alegre para las sorpresas y las fotos y los intercambios de teléfonos olvidados o perdidos. Un tiempo y un lugar al que volver el año que viene para disfrutar acompañados por las amistades y las familias, donde sorprendernos con ese pasado feliz que, de repente y en cualquier momento, puede aparecer delante de nosotros dentro de una caseta. Laberinto de sorpresas y alegrías, así ha sido mi Feria de Málaga.