“He descubierto por qué mi hijo se encierra en su cuarto con los cascos”. “Gracias por explicarnos cómo se divierten. Me he quedado más tranquila”. “¿Dónde puedo leer más sobre esto? Porque me da miedo no entenderle".

He escuchado estas frases muchas veces. En colegios, eventos, charlas sobre emprendimiento, tecnología o cultura digital. Siempre hay un momento en el que, al terminar mi charla o mi intervención en una mesa redonda, se acerca ese pequeño grupo de profesionales que a la vez son padres y madres —normalmente tímidos, a veces emocionados— a darme las gracias. No vienen a hablar de tecnología. Vienen a hablar de sus hijos.

Como empresaria del sector del videojuego, llevo más de una década liderando proyectos vinculados al gaming, especialmente desde GIANTX, nuestra organización profesional de deportes electrónicos (esports).

En todos estos años he participado en decenas de foros explicando cómo funciona este mundo: qué hacen nuestros jugadores, qué mueve a esta comunidad, por qué es tan potente su forma de conectar con millones de personas. Pero nada impacta tanto como ver a esos padres y madres que, desde el respeto, admiten que no entienden nada… pero quieren aprender.

Y ahí empieza todo.

Porque lo que separa a muchas familias hoy no es una consola, una pantalla o un videojuego. Es una distancia cultural. Una distancia que no parte de la maldad ni del desinterés, sino del desconocimiento. Y del miedo.

Muchos adultos siguen pensando que jugar a videojuegos es perder el tiempo. Que estos los aíslan. Que sus hijos viven en mundos inventados, sin normas ni esfuerzo. Y claro, si se mira desde fuera, a veces lo parece. Pero basta con acercarse un poco para ver que el mundo gamer es, en realidad, un espacio de socialización, creatividad, esfuerzo, aprendizaje y pertenencia.

Los datos lo confirman: más de 22 millones de personas juegan en España, según el último anuario de AEVI (Asociación Española del Videojuego). De ellas, el 50,4 % son mujeres. El grupo más activo es el de 15 a 24 años, y más del 90 % de los jóvenes entre 11 y 14 años juega regularmente. Lejos del cliché del adolescente solitario, lo que tenemos es una comunidad transversal, paritaria y con una fuerza cultural enorme.

A nivel global, se calcula que 3.400 millones de personas juegan cada año. La industria del videojuego genera más ingresos que el cine y la música combinados. Y, sin embargo, sigue tratándose muchas veces como si fuera un entretenimiento menor, poco valioso o incluso nocivo para la sociedad.

La ciencia dice otra cosa. Un metaanálisis publicado en Nature demostró que los videojuegos mejoran la toma de decisiones y la resolución de problemas. Investigadores de la Universidad de Glasgow confirmaron hace más de una década que jugar a videojuegos como StarCraft II potencia la flexibilidad cognitiva.

La Universidad de Rochester probó que el sistema de recompensa y superación constante que plantean muchos videojuegos genera una alta motivación intrínseca. Y un estudio de la revista Computers in Human Behavior encontró que los juegos cooperativos fomentan habilidades como el liderazgo compartido, la empatía y el trabajo en equipo.

Y digo yo, ¿No son precisamente estas habilidades —liderazgo, empatía, trabajo en equipo— unas de las que más valoramos en los procesos de selección?.

No hace falta recurrir solo a los estudios. Basta con observar cómo se relacionan los jóvenes dentro de sus juegos. He visto chavales coordinar partidas con amigos de varios países, por supuesto en inglés, porque es el idioma natural para jugar a videojuegos. Niños que explican con pasión la economía de un juego mejor que cualquier manual. Adolescentes que lideran equipos online, moderan foros, gestionan conflictos y toman decisiones complejas. Todo eso está ocurriendo. Solo que muchas veces los adultos no lo vemos, o no sabemos cómo interpretarlo.

¿Y si el problema no es lo que hacen, sino que no entendemos cómo y dónde lo hacen? Los códigos y los canales de comunicación son otros, son nuevos, son desconocidos para padres y educadores.

Para muchos jóvenes, el videojuego no es solo una forma de pasar el rato. Es su espacio de encuentro, su red social, su territorio de exploración. No es tan diferente a cómo nosotros crecimos con la calle, con el cine, con la música o con el fútbol. Solo que ahora ese espacio es digital, interactivo y colectivo.

Cada juego tiene su lógica y su valor. Minecraft despierta la creatividad, el diseño y la cooperación. League of Legends exige estrategia, comunicación y tolerancia a la frustración. Fortnite combina velocidad, anticipación y capacidad de reacción. Animal Crossing enseña a planificar, cuidar y disfrutar con calma. Y por supuesto, también hay ruido, toxicidad, riesgos. Pero eso también está en otros entornos, no es exclusivo del gaming.

En las aulas, la desconexión también se nota. Muchos docentes —y lo digo con el máximo respeto— no solo no juegan, sino que no conocen nada del ecosistema. No saben quién es Ibai, qué es Twitch, cómo funciona Discord o por qué los alumnos hablan de “skins” o de “rankear”. No lo saben porque no lo consumen. Y si no lo consumen, no lo entienden. Y si no lo entienden, les resulta casi imposible usarlo como canal de comunicación o referencia pedagógica.

No se trata de que todo el mundo juegue. Se trata de entender que hay un lenguaje, una forma de mirar el mundo, que atraviesa a millones de jóvenes y que merece respeto. Que jugar no es solo evadirse y divertirse: es ensayar. Ensayar liderazgo, gestión de la frustración, colaboración, resolución de conflictos. Y también identidad. Porque muchos jóvenes descubren quiénes son, con quién conectan, cómo se expresan y qué les apasiona, a través del videojuego.

Como madre y como profesional del videojuego, creo que la clave está en cambiar la mirada. En dejar de preguntar “¿por qué juega tanto?”, y empezar a decir “cuéntame por qué te gusta tanto jugar”. Esa pregunta sencilla abre un mundo.

Entender la cultura gamer no significa dominar los mandos. Significa acercarse con respeto. Y cuando eso ocurre, cuando un padre o una madre deja el juicio a un lado y se sienta a mirar, entonces aparece lo que de verdad importa: el vínculo.

Porque al final, lo que aleja no es el videojuego. Lo que aleja es no querer entender lo que para ellos es importante. Y quizá la forma más poderosa de educar hoy, empiece con un simple: “Enséñame a jugar.”