El anciano caminaba con paso lento por la empedrada calle de aquel pueblo olvidado. Llevaba en sus ojos el peso de los años y en sus manos temblorosas la memoria de muchas vidas.

Se detuvo frente a una ermita, como solía hacer cada tarde, y murmuró unas palabras que sólo él conocía. Aquel día, sin embargo, una niña se le acercó curiosa y le preguntó sin rodeos: “¿Existe el demonio?”

El viejo la miró con ternura, sonrió con cierta melancolía y, tras un largo silencio, le respondió: “Existe todo aquello que dejamos existir”.

A lo largo de la historia, filósofos, teólogos, científicos y juristas han debatido sobre la existencia del bien y el mal como conceptos absolutos, se ha intentado delimitar qué es moralmente aceptable y qué es condenable.

Pero quizás la respuesta más sincera es que el bien y el mal no siempre son absolutos: muchas veces son contextuales, relativos, incluso, subjetivos. Sin embargo, hay acciones cuya carga destructiva o protectora es tan evidente que el juicio moral se vuelve casi unánime.

¿Existen personas completamente buenas o completamente malas?

No. El ser humano es complejo, contradictorio, cambiante. Las personas que hoy hacen el bien pueden mañana fallar. Y aquellos que han cometido errores pueden redimirse. Por eso, reducir a una persona a una única acción es simplificar la riqueza (o la miseria) del alma humana.

Pero entonces… ¿cómo puede una democracia combatir el mal cuando se manifiesta con contundencia?

¿El fin justifica los medios?

El presidente Nayib Bukele ha sido objeto de admiración y crítica a partes iguales. Con políticas de seguridad duras y sin contemplaciones, ha logrado reducir drásticamente la criminalidad en El Salvador. Algunos lo ven como un salvador; otros, como una amenaza para los derechos humanos.

La pregunta es inevitable: ¿hasta dónde puede llegar un Estado para proteger a sus ciudadanos? ¿Y cuándo se convierte la lucha contra el mal en una amenaza para el bien?

Bukele ha planteado un nuevo paradigma en el debate entre seguridad y derechos. Ha puesto sobre la mesa una pregunta que muchos países evitan: ¿qué hacer cuando el enemigo está dentro, pero el Estado no tiene capacidad de defender a los inocentes sin romper reglas?

Y de fondo, queda esta reflexión necesaria:

¿Qué sentido tienen los derechos humanos si se niegan a proteger a las víctimas de los verdaderos verdugos?

¿Y qué sentido tiene una democracia si, en nombre de la seguridad, termina debilitando sus propios principios fundacionales?

Tal vez la respuesta esté en el equilibrio: ni ceguera ante el peligro, ni impunidad camuflada de legalidad. El Salvador ha optado por un camino extremo. ¿Será sostenible en el tiempo sin caer en una dictadura? ¿O habrá sentado las bases de un modelo híbrido que otros países mirarán con interés en los próximos años?

El papel de las leyes: ordenar, proteger, castigar

El derecho existe para dar orden a la sociedad, para prevenir el caos y para preservar lo que hemos acordado como justo. Pero también debe servir para frenar al mal, castigarlo cuando es necesario y proteger a los inocentes.

Las leyes, sin embargo, deben ser justas, equilibradas y no deben caer en el mismo exceso que buscan corregir. El verdadero reto es crear un sistema donde el castigo sea disuasorio, pero no arbitrario; donde la protección no se convierta en opresión.

Quizás la clave no esté en esperar a que el mal se manifieste con violencia, sino en aprender a detectarlo en sus primeras fases: en el abuso de poder, en la corrupción impune, en el desprecio al otro, en el silencio cómplice ante la injusticia, en la indiferencia frente al dolor ajeno.

Como escribió Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, basta con que los hombres buenos no hagan nada para evitarlo”.

Reflexión final

El mal, en una democracia, no siempre se impone por la fuerza. A veces lo hace por el cansancio, la indiferencia o la comodidad de los buenos. Por eso, una democracia avanzada no puede relajarse: debe mantenerse siempre despierta, comprometida y valiente.

¿Estaríamos dispuestos a defender la democracia, incluso cuando hacerlo implique incomodarnos, exponernos o renunciar a ciertos privilegios personales en nombre del bien común? Ahí reside la verdadera prueba de una sociedad libre.

El bien y el mal existen en cada rincón del alma humana y en cada rincón del mundo. Son como dos semillas: la que alimentemos más, es la que crecerá. Las leyes deben ser la herramienta que guíe esa siembra, pero somos nosotros, los ciudadanos, los responsables últimos de hacer florecer la justicia.

La niña miró al anciano una vez más. Él se inclinó y, con voz suave, le dijo: “El mal no siempre tiene cuernos ni capa, a veces se disfraza de indiferencia, de miedo o de comodidad. Y cuando no hacemos nada, le abrimos la puerta”.

¿Estamos dispuestos a asumir nuestra parte de responsabilidad en evitar que el mal prospere?