La niebla matinal cubría las calles de un viejo pueblo extremeño cuando el funcionario de mantenimiento abrió como cada día las puertas de la Diputación. No sabía que, entre las paredes de aquel edificio, se gestaba una de esas historias que parecen de novela, pero que pertenecen al corazón mismo de la política española. Una plaza pública, una decisión política, un apellido conocido y una maquinaria institucional que comenzaba a girar silenciosamente en una dirección inquietante.

Años después, el nombre de David Sánchez, hermano del presidente del Gobierno, ha saltado a las portadas por una investigación judicial que ordena la apertura de juicio oral contra él y otras once personas, incluyendo al líder socialista en Extremadura, Miguel Ángel Gallardo. Se les acusa de haber creado una plaza ad hoc en la Diputación de Badajoz en 2016.

Miguel Ángel Gallardo, líder del PSOE en Extremadura y presidente de la Diputación de Badajoz, ha generado una intensa polémica al incorporarse a la Asamblea regional justo antes de que se dictara la apertura de juicio oral en su contra por presuntos delitos de prevaricación administrativa y tráfico de influencias, relacionados con la contratación de David Sánchez, hermano del presidente del Gobierno.

Su entrada en el Parlamento autonómico le otorga la condición de aforado, lo que implica que su causa pasará del Juzgado de Instrucción n.º 3 de Badajoz, al Tribunal Superior de Justicia de Extremadura.

La forma en que Gallardo accedió al escaño ha sido especialmente controvertida: una diputada socialista renunció a su acta y los cuatro siguientes en la lista electoral también declinaron ocupar el puesto, permitiendo así que Gallardo, que ocupaba el puesto 23 en la lista, asumiera el cargo.

Algunos juristas y medios de comunicación han calificado el movimiento como un uso estratégico del aforamiento para cambiar el tribunal competente y, potencialmente, dilatar el proceso judicial.

Este caso pone de manifiesto las complejidades y controversias en el sistema judicial español, y plantea interrogantes sobre la equidad y la transparencia en el tratamiento de los cargos públicos frente a la justicia, abriendo una grieta en la opinión pública nacional. Y en el centro del debate ha resurgido un viejo conocido del sistema judicial español: el aforamiento.

¿Somos realmente todos iguales ante la ley? La Constitución dice que sí, pero la existencia de figuras como el aforamiento cuestiona, en la práctica, ese principio. En teoría, el aforamiento es una garantía para que determinados cargos públicos no sean objeto de denuncias frívolas o politizadas. Pero en la realidad, se ha convertido en un privilegio procesal que no cambia la ley que se aplica, pero sí cambia quién la aplica.

Esto explica por qué algunos partidos muestran tanto interés en influir en la composición de los tribunales superiores: porque si su causa llega a esos órganos, es allí donde se decidirá su destino judicial. Y mientras tanto, el ciudadano común, comparece ante un juez ordinario sin escudos ni atajos institucionales.

En España hay alrededor de 10.000 personas aforadas. Están el Presidente del Gobierno, ministros, parlamentarios nacionales y autonómicos, magistrados, fiscales, altos cargos autonómicos, miembros de organismos como el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo, entre otros. Es una cifra que contrasta con la de la mayoría de países europeos, donde el aforamiento o bien no existe, o se limita a casos muy concretos.

Desde 2014 se han anunciado reformas para reducir o suprimir el aforamiento, pero ninguna ha llegado a buen puerto. Las razones son varias: falta de consenso político, necesidad de reformar la Constitución (artículos 71 y 102), mayorías cualificadas requeridas y, tal vez, un temor poco confesado de que los partidos prefieren mantener el blindaje por si sus propios cargos se ven algún día en apuros judiciales.

Pero la pregunta de fondo no ha cambiado: ¿puede hablarse de una justicia igual para todos cuando hay ciudadanos que responden ante un juez de instrucción y otros solo ante un tribunal superior, más lento, menos accesible y, muchas veces, con mayor carga política?

Y aún más: si se presume la inocencia del aforado como de cualquier ciudadano, ¿no debería considerarse un agravante su condición de aforado en caso de resultar culpable? Porque si la ley protege más a quien ocupa una posición de poder, también debería exigirle mayor responsabilidad.

En una democracia más avanzada, el aforamiento debería ser la excepción y no la norma. Su existencia solo se justificaría para proteger funciones institucionales, no para blindar a personas. La verdadera fortaleza de una democracia está en que todos sus ciudadanos, sin importar el cargo, respondan ante la misma justicia.

El aforamiento no es compatible con una democracia moderna porque, además de romper el principio de igualdad ante la Ley, reduce la confianza de la sociedad ante las instituciones, puede generar dilaciones indebidas, mayor dificultad en la instrucción y en el enjuiciamiento y genera un mayor riesgo de politización de los procesos judiciales.

Tanto el Grupo de Estados Contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) como el Poder Judicial español y diversos expertos en derecho constitucional, coinciden en que su mantenimiento generalizado no es sostenible democráticamente.

En este Ágora donde debatimos sobre los privilegios de unos pocos frente a los deberes de todos, conviene hacernos una última pregunta:

Si los políticos no se ponen de acuerdo, ¿a qué espera la sociedad civil para exigir los cambios necesarios e implantar una democracia más avanzada y moderna?

La respuesta, tal vez, defina el país que somos y el que queremos ser.