El fragor del parlamento resonaba en cada rincón del hemiciclo. Mientras algunos aplaudían con fervor las concesiones hechas a ciertas minorías, otros observaban en silencio, conscientes de que se estaba trazando una línea que podría comprometer el futuro de la nación. En las calles, el debate era cada vez más encendido: ¿cuál es el precio que estamos pagando por mantener un gobierno a cualquier coste? ¿Cuándo el interés de la mayoría se subordinó a los dictados de unos pocos?

El pacto con quienes no creen en la unidad

La política española ha entrado en una nueva dinámica en la que el gobierno, en lugar de buscar consensos amplios que refuercen la estabilidad y la cohesión nacional, ha optado por apoyarse en aquellos partidos que, lejos de abogar por la unidad de España, han construido su discurso sobre la fragmentación y el cuestionamiento del Estado. El pragmatismo político, que en otros tiempos podría haber sido un ejercicio de equilibrios razonables, se ha convertido en una estrategia en la que la supervivencia en el poder prima sobre el interés general.

La historia nos ha enseñado que cuando la gobernabilidad depende de acuerdos con quienes aspiran a debilitar las estructuras nacionales, el precio que se paga suele ser la cesión de principios fundamentales en favor de concesiones que, lejos de favorecer el interés general, más bien los perjudica.

La gran incongruencia: el veto a la opción mayoritaria

Resulta paradójico que, ante la necesidad de pactos para garantizar la gobernabilidad, el actual ejecutivo haya rechazado buscar el apoyo del partido más votado en las últimas elecciones. Un partido con el que, pese a las diferencias ideológicas, podría haber encontrado una base de entendimiento en cuestiones de Estado sin comprometer la unidad nacional ni ceder a exigencias que erosionan el marco constitucional.

Es aquí donde se revela la gran contradicción: si la estabilidad de un país está en juego, ¿no sería más lógico buscar acuerdos con la formación política que representa a la mayor parte del electorado, en lugar de depender de partidos cuya agenda es abiertamente contraria a la integridad territorial de España? La respuesta a esta pregunta no se encuentra en la racionalidad política, sino en la mera supervivencia del poder.

El coste de la fragmentación

En la España de 2025, vuela sobre las cabezas de los españoles la amenaza de que un gobierno que prioriza su permanencia sobre la unidad nacional terminará sin estabilidad ni cohesión, pero lo peor de todo es el precio que pagamos todos los ciudadanos por estas alianzas, ya que no se limitan a cesiones políticas o legislativas, se traduce en la imposición de leyes que reflejan las exigencias de las minorías parlamentarias y no el sentir mayoritario de la población, se traduce en la inseguridad jurídica, en el debilitamiento de las instituciones y en la creación de precedentes que podrían dificultar el futuro del país.

Conclusión: Un llamamiento a la responsabilidad y al valor de la coherencia

La democracia es un sistema que no solo se basa en la elección periódica de representantes, sino en la vigilancia activa de sus acciones. La ciudadanía tiene el derecho y el deber de cuestionar cuándo las estrategias de poder están socavando la unidad y la estabilidad del país. Como dijo George Orwell, "ver lo que tienes delante de tus narices requiere una lucha constante".

Hoy, la pregunta que debemos hacernos es: ¿Hasta dónde estamos dispuestos a permitir que el interés político inmediato prime sobre el bien común? Porque cuando el precio de la gobernabilidad es la cesión de la soberanía y la división de la nación, el coste no lo pagan los gobernantes, sino los ciudadanos y las generaciones futuras.

A todas esas personas de bien que, con la mejor intención, confiaron en el proyecto político que hoy gobierna España, pero que ven con decepción cómo se traicionan principios fundamentales y se desdibuja el interés general en favor de estrategias de poder, les hago un llamamiento a la reflexión y al coraje. No sean cómplices de la incoherencia como lo seguirán siendo aquellos que padecen sesgo político y disonancia cognitiva, o peor aún, quienes se benefician egoístamente de lo que perjudica a la mayoría. La democracia se fortalece con ciudadanos críticos, no con seguidores incondicionales. Rectificar no es un signo de debilidad, sino de madurez y responsabilidad.

No se trata de un llamamiento a la población civil para que salga a la calle a sembrar el caos; aunque por menos ha habido quienes instaron a rodear el parlamento, el verdadero acto de resistencia está en perder el miedo a hablar en público, a expresar libremente el desacuerdo y a decirle, con firmeza y sin miedo, ¡BASTA! a quienes queriendo abusar de nuestra nobleza, nos toman por idiotas.