Caminas por una calle transitada mil veces, que hoy se presenta distinta. Las calles son, al fin y al cabo, las personas que caminan por ellas. Conversáis distraídos, sonríes. Piensas en la trascendencia de un cuerpo, en el vínculo al que obliga su proximidad. En una mirada que se descubre en otra. En la responsabilidad que se adquiere cuando abrazas un cuerpo, cuando coges la mano al ser amado, cuando se construye un presente a través del afecto que va más allá de uno mismo.
Te cruzas con otras personas. Algunas caminan solas, otras caminan con amigos, parejas, hijos, madres. Un caminar hecho de vínculos que precisa de lo físico. Esa realidad hecha de afecto es, al mismo tiempo, memoria en movimiento, espacio sagrado que convendrá cuidar para que no dañe ni destruya. Cada gesto y cada palabra quedarán grabados en la memoria gracias al transcurrir de los días, por eso es tan importante cuidar de lo común, lugar donde poder reconocerse, donde al contemplarnos sobre la superficie cristalina del agua en calma seamos capaces de ver los rostros de las personas que han conformado nuestras biografías y no, únicamente, el propio rostro.
Llegados a este punto de la partida, convendría saber de qué hablamos cuando hablamos de vida, memoria y cuerpo. En este presente donde las emociones se datifican para que una compañía como Google pueda seguir haciendo caja, donde las apps de citas se convierten en el mercado de la carne para que todo sea acumulación y las redes sociales perfeccionan algoritmos para hacernos creer que deseamos lo que realmente deseamos interviniendo, de primera mano, en nuestra memoria, es menester que defendamos lo humano para que precisamente haya una convivencia entre iguales. El otro igual es la máquina, por supuesto.
Necesitamos personas presentes a través de sus cuerpos, afectos y emociones y las necesitamos presentes en la red de redes. Personas presentes y conscientes de esta realidad, capaces de intervenir sobre esta omnipresencia tecnológica. Dado que el sueño europeo de la regulación se ha caído de la agenda política por las injerencias de la actual legislatura del presidente Trump, parece que cada uno de nosotros debe comenzar a asumir responsabilidades – sí, lo sé, en un tiempo en el que nadie se responsabiliza de nada- en el actual tablero de juego, nuestra conducta nos define y determina la fórmula algorítmica.
Esta era del hipervínculo agota cuerpos, afectos y emociones, por lo tanto, qué somos ante este escenario en el que el cuerpo no encuentra acomodo. Por un lado, la pantalla cancela toda posibilidad de fisicidad y, por otro, el cuerpo pasa a ser reducido a imágenes en dos dimensiones intervenidas por filtros. Es decir, el cuerpo, nuestro cuerpo, sobra y está de más. Ante este gazpacho tan mal resuelto deberíamos hacernos las preguntas siguientes: ¿es posible una memoria sin cuerpo? ¿Y qué pasa con el afecto dado? Pero, sobre todo, ¿qué somos sin un cuerpo?
Cuando un cuerpo es reemplazado por una pantalla, es más fácil dañar al otro. Llevamos décadas contemplando barbaries en televisiones, primero, en pantallas domésticas, después. Las vimos en los Balcanes, en Afganistán y, ahora, en Gaza. Cuando un cuerpo es el mismo cuerpo visto mil veces en un reel, con los mismos filtros premiados por uno de los tres algoritmos de Instagram, nuestros cuerpos pasan a ser uno. Ese proceso de homogeneización de lo físico y de las emociones no sólo son experiencias disruptivas, cuyas consecuencias en lo subjetivo no somos capaces, todavía, de medir – no perdamos de vista los datos de daños mentales de la denominada generación ansiosa-. Apostamos todo a la omnivinculación, pero sólo hay un cuerpo posible.
Hablemos ahora de memoria cuando se vincula al cuerpo. Hace unos días, escribí un nombre en un chat de WhatsApp. El apellido que me ofrecía el corrector para completar la secuencia era de una persona que ya no está en mi vida. Me quedé un rato mirando la pantalla. Sorprendida, extrañada. Hasta hace unos años los duelos eran duelos físicos. Si alguien fallecía, te quedabas con su memoria, podías mirar fotos, tocar algún objeto heredado o acariciar alguna prenda guardada. Pero siempre éramos conscientes de la ausencia física de esa persona. Quedaban memoria y afecto. En el plano afectivo, si una relación terminaba, te quedabas con los recuerdos. Dependiendo del tipo de ruptura, como mucho, la nostalgia aparecía en forma de tentación de llamada a esa persona, tentación que rara vez se materializaba.
En la actualidad, los duelos son otra cosa. Más sofisticados, más difíciles y, en ocasiones, imposibles. Recalcati, maestro de lo suyo, señala, en La luz de las estrellas muertas (Anagrama, 2025) que «la vida no tiene más remedio que discurrir a través de sus innumerables muertos». Nuestras vidas son un suceder de ausencias que debemos pensar y proteger. En tiempos de exhibición del Yo – un Yo simulado, mimético, falso-, la defensa del duelo se relaciona con la defensa de una moral que está hecha pedazos. La obsesión por monetizar todo ámbito de lo humano ha hecho trizas el ritual del duelo tal y como lo conocíamos. Ya no se trata, únicamente, de la huella o herencia digital que queda en los buscadores de Internet, esa vida digital infinita, inaccesible. Imborrable. Se trata del derecho a la experiencia del duelo. Si dejamos que apps reemplacen a nuestros muertos, previo pago y suscripción, mediante imágenes y notas de voz a empresas que hacen caja con nuestro dolor – que, a su vez, cederán a terceros-, ¿qué somos cuando no podemos hacer un duelo efectivo?
Documentos oficiales, artículos de prensa. Entradas en blogs, perfiles en redes sociales, comentarios y corazones. Fotografías que se quedarán cuando ya no estemos. ¿Qué tipo de sombra de nosotros queremos coser a los tobillos mientras tengamos cuerpo? Quizá por ello hay que ser tan prudente en declaraciones y conducta. Lo que se hace y se dice, en este tiempo digital, se queda. Todos nos vigilan y nosotros vigilamos al resto. Meta lo sabe bien, su actualización más reciente va directa al corazón de esta selva que somos. Meta lo sabe primero y lo sabe mejor.