Hace unos días tuve una cita para un asunto institucional. Un tema pro-bono de esos que haces por aportar a una causa en la que crees, sacando tiempo de donde no lo tienes.

Salí corriendo de una reunión anterior para llegar puntual a unas oficinas maravillosas, en una ubicación inmejorable. Me recibió una secretaria encantadora, con un café perfecto y una sonrisa inalterable. Pero pasaban los minutos y mi cita no llegaba. Cinco, diez, quince… A los veinte minutos empecé a preguntarme: ¿por qué mi tiempo vale menos que el suyo? A estas alturas de la vida, mis amigos y yo nos reímos diciendo que “el tiempo se acaba”, pero realmente es la única verdad irrefutable.

No importa cuán bonitas sean las instalaciones ni lo amable que sea el personal, cuando alguien llega tarde sin motivo de peso, el mensaje es claro: “Mi tiempo vale más que el tuyo”. Y si lo aceptamos sin más, estamos perpetuando esa jerarquía absurda en la que algunos tienen tiempo de primera y otros, de segunda.

En el mundo profesional ocurre a menudo. Reuniones que se alargan sin necesidad, mensajes urgentes a deshoras, disponibilidad 24/7 como sinónimo de compromiso. Un modelo que, además, ha penalizado especialmente a las mujeres, a quienes siempre se nos ha exigido la multi-tarea como forma de vida. El otro día me decía una mujer de mi familia que había perfeccionado el arte de dar el pecho mientras daba la cena a sus hijos.

Pero el tiempo es el gran igualador. No importa qué cargo ocupes o cuánto poder creas tener, tu tiempo tiene fecha de caducidad. Y si algo nos debería quedar claro es que respetar el tiempo ajeno es respetar la vida del otro. No hacerlo es asumir que hay personas más interrumpibles que otras, como si sus minutos valieran menos. Y no. Ni en lo profesional ni en lo personal hay vidas con descuento.

En uno de mis primeros trabajos en banca, hace casi 25 años, recuerdo que el director de la oficina hacía esperar a los clientes como norma, nunca comprendí qué valor añadía tener al cliente esperando como estrategia comercial. Llegar tarde está pasado de moda.

Y esto no solo aplica a clientes o proveedores, sino también a nuestros equipos. Respetar horarios, evitar reuniones innecesarias, no exigir disponibilidad permanente… Todo esto no es solo una cuestión de eficiencia, sino de respeto. Un equipo que siente que su tiempo es valorado es un equipo motivado, y un equipo motivado siempre es más productivo. La cultura del siempre disponible es insostenible, porque desgasta, agota y, además, acaba generando peores resultados.

Volviendo a mi anécdota inicial, cualquiera puede tener un mal día. Tal vez la persona a la que esperaba tuvo un imprevisto o se le complicó la mañana. No pasa nada, pero la próxima vez, al menos, quedemos en mi oficina. Porque si el tiempo es lo único que no se recupera, lo mínimo que podemos hacer es no hacerlo perder a los demás.