Esta tarde, martes 25 de febrero, en el marco del Málaga de Festival, Gloria Martínez y yo mismo hablaremos a las 17:30 en Telefónica42 sobre “El fin del amor en pareja y la tinderización de la sociedad”. La relación de las tecnologías digitales con el universo del amor no es nueva. Ya en 1999, la película Tienes un email, de Nora Ephron, incorporaba las posibilidades de internet para establecer nuevos contactos y descubrir el amor más allá de los aledaños de nuestras vidas. Esos prometedores comienzos de internet, esa superación de las fronteras adyacentes para dar paso a un universo virtual ilimitado está en la base de la llamada Generación X, que, en palabras de la periodista Delia Rodríguez, fue la primera que pudo conocer a personas afines sin limitaciones físicas.

La tecnología evoluciona y con ella nuestra relación con los dispositivos que permiten utilizarla en nuestra vida cotidiana. Internet dio paso a los smartphones, a la conexión permanente, y las redes sociales empezaron a exprimir las capacidades de los algoritmos y de la inteligencia artificial para apropiarse de nuestra atención, es decir, de nuestro tiempo.

La llamada economía de la atención ha conseguido que, según el último informe del regulador británico OfCom (Online Nation), los adultos británicos pasen una media diaria de 4 horas y 20 minutos conectados a sus teléfonos móviles. De esta manera, sustituida la vida real por una vida virtual más placentera -con contenidos diseñados a la medida de nuestros intereses y aficiones-, y una oferta ilimitada vía streaming de películas, series y retransmisiones deportivas, es normal que los más perspicaces emprendedores vieran en la posibilidad de buscar contactos por internet un buen modelo de negocio.

Y así ha sido. El mercado de las llamadas aplicaciones de citas (dating apps) cuenta ya con más de 400 millones de usuarios en todo el mundo, según diversos informes, con 75 millones de ellos abonados a suscripciones premium y un volumen de negocio anual previsto para 2025 de unos 3.000 millones de dólares, según Statista, que otra consultora sitúa en casi 9.000 millones (Cognitive Market Research).

No hay tiempo para conocer a nuevas posibles parejas en la vida real; no hay tiempo para charlar, conectar, descubrir intereses comunes; no hay tiempo para la química del amor, pero sí para delegar este proceso antes personal e intransferible en unos algoritmos bien diseñados y alimentados de manera voluntaria con nuestros datos e intereses más íntimos. Es lo que Hao Wang, profesor de filosofía en la Universidad de Ámsterdam ha llamado “la colonización algorítmica del amor”, un concepto cuyas raíces hay que buscar en el teórico de la comunicación Jürgen Habermas.

El mercado está ahí, y las estadísticas muestran el auge de los matrimonios entre personas que se han conocido a través de internet. Una economista de la Reserva Federal de Saint Louis, Paula Restrepo-Echevarría, ha estudiado la fortaleza y solvencia de estas parejas que se han conocido online: eran sólo el 2% en 1998, fueron la mitad de los matrimonios estadounidenses en 2019, identificando como factores de éxito de estas aplicaciones tanto la reducción de los costes de búsqueda como la mejora de la eficiencia de los algoritmos.

De esta manera, poco a poco se va consolidando una cierta comodificación del amor, a partir de su concepción como una mercancía (commodity en inglés) sometida a las reglas del mercado, a la oferta y a la demanda de nuestras características más personales: apariencia física, raza, edad, nivel de estudios, profesión, ingresos, aficiones, creencias, ambiciones. La intimidad ya no sirve de nada si no se comparte con un algoritmo que, con nuestros datos, va a proponernos las mejores parejas posibles para sentir con ellas ese amor romántico tan anhelado, pero que también va a comerciar con ellos en el lucrativo mercado de los datos personales, del profiling (perfilado individual) que está en la base de la publicidad programática que inunda de anuncios “a medida” cualquiera de nuestras búsquedas y navegaciones en internet.

La delegación en un algoritmo de la búsqueda de la pareja ideal para encontrar el amor romántico, o incluso la búsqueda de parejas sexuales esporádicas, es quizás una de las principales consecuencias de lo que Zygmunt Baumann definió como el “amor líquido”, sometido a las necesidades de flexibilidad y disponibilidad continua que definen las relaciones laborales modernas. También Eva Illouz alertó, en su libro Consuming the romantic utopía, ¡publicado en 1997!, sobre el riesgo de que el capitalismo utilizara las experiencias más importantes del romance, combinando con éxito en un mismo recipiente los sentimientos románticos y las experiencias de consumo, para aumentar ilimitadamente la oferta y multiplicar la libertad de elección. Es el mercado, son sus reglas, y nuestra necesidad de amor es el producto en compra y venta.

Sin embargo, hay otros enfoques novedosos que también merecen ser tenidos en cuenta a la hora de analizar el rumbo difuso del amor romántico. Por ejemplo, la lectura de La mercantilización de la vida íntima, de Arlie Russell Hochschild, su definición de la economía de la gratitud -que analiza los sistemas de recompensas internos dentro de los matrimonios- y su conclusión de que el matrimonio moderno no es más que “un amortiguador de tensiones creado por tendencias abarcadoras que repercuten de manera despareja en hombres y mujeres”. ¿Merece la pena reivindicar el amor romántico si lo que éste va a propiciar es la continuidad de un mundo de desigualdades de género? Esta misma socióloga estadounidense ya habló de “la comercialización de los sentimientos humanos” en un libro de 1979: The Managed Heart.

Asimismo, asustan los más recientes y provocadores trabajos del profesor Noam Yuran, cuyo libro The Sexual Economy of Capitalism analiza desde una perspectiva innovadora la supervivencia de la monogamia, contra toda racionalidad, para concluir avisando que la lógica financiera tiene cada vez más peso en el deseo masculino y el erotismo femenino. En el mundo digital todo tiene un precio, y el amor y sus ilusiones y espejismos no iban a escapar de esta tendencia. Bienvenidos al futuro.