El viento soplaba con fuerza en las calles vacías de Múnich aquella noche de invierno. Un silencio inquietante se había instalado en los hogares, donde las voces críticas se habían apagado, no por falta de convicciones, sino por miedo a las represalias. Lo que comenzó como una promesa de restaurar la grandeza de una nación se había convertido en un torrente imparable de terror y muerte. La indiferencia de muchos permitió que las sombras crecieran hasta cubrir todo el continente, mientras los más poderosos observaban, inmóviles, desde la distancia.
En la primera mitad del siglo XX, Europa vivió una de las etapas más oscuras de su historia. Adolf Hitler, elegido democráticamente, usó la democracia para desmontarla desde dentro y desencadenar una guerra que acabaría con millones de vidas. Durante los años previos al conflicto, las señales eran claras: discursos llenos de odio, represión sistemática y violaciones flagrantes de los derechos humanos. Sin embargo, los principales países democráticos de la época (Reino Unido, Francia, Estados Unidos y otros) prefirieron mirar hacia otro lado, temerosos de actuar o confiados en que la amenaza se disiparía por sí sola.
Winston Churchill, quien desde el principio alertó sobre el peligro que representaba el régimen nazi, lo resumió con precisión: “Cada vez que se cede ante el peligro para evitarlo, se siembra la semilla de un desastre mayor”. Esa inacción colectiva permitió que la amenaza creciera hasta volverse incontrolable, convirtiéndose en un recordatorio imborrable de lo que sucede cuando el silencio se convierte en cómplice de la barbarie.
Hay un experimento que, aunque discutido como metáfora más que como realidad científica, ilustra a la perfección lo que puede suceder cuando una sociedad se habitúa a lo intolerable: el experimento de la rana en agua hirviendo. Si se coloca una rana en agua hirviendo, saltará de inmediato para salvar su vida. Pero si se la coloca en agua fría que se calienta lentamente, no percibirá el peligro hasta que sea demasiado tarde. Así, la rana acaba hervida no por falta de medios para escapar, sino por haberse adaptado gradualmente al entorno letal.
En nuestras democracias actuales, estamos en peligro de convertirnos en esa rana. Nos habituamos a discursos divisorios, a la normalización de pequeñas injusticias y a abusos que, con el tiempo, dejan de parecernos extraordinarios. Poco a poco, lo que en otro momento habríamos considerado inaceptable pasa a formar parte del paisaje cotidiano. Este fenómeno no ocurre de golpe, sino a través de una acumulación gradual de pequeñas concesiones que, sumadas, erosionan los pilares de la convivencia democrática.
Vivimos en una época marcada por la proliferación de discursos radicales, la polarización extrema y la banalización de los valores democráticos. Lo más preocupante es que muchas de estas conductas se esconden tras el manto de lo “políticamente correcto”, convirtiendo cualquier crítica en un acto de “intolerancia” u “odio”. Este fenómeno no solo silencia las voces disidentes, sino que también genera un terreno fértil para el abuso de poder y la manipulación ideológica.
Hannah Arendt, en su análisis del totalitarismo, advirtió sobre los peligros de las sociedades que normalizan el mal bajo justificaciones aparentes. Según ella, “la banalidad del mal” se produce cuando las personas dejan de cuestionar lo que ocurre a su alrededor, ya sea por miedo, apatía o conformismo. En las democracias actuales, esta actitud se traduce en un silencio colectivo frente a actos que deberían ser condenados de manera unánime, pero que se toleran para evitar enfrentamientos o lo que aún es peor: por intereses personales.
El problema no radica únicamente en quienes cometen actos de abuso o violencia, sino en la indiferencia de quienes los presencian. Esta inacción perpetúa un círculo vicioso: el abuso se normaliza, el miedo se expande y, finalmente, los valores democráticos se desmoronan. Como decía Martin Luther King Jr.: “No me preocupa tanto el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos.”
Un llamado al coraje democrático
Es fundamental recordar que las democracias no se destruyen de la noche a la mañana, sino a través de una sucesión de pequeños actos de tolerancia hacia lo intolerable. Por ello, necesitamos una ciudadanía activa, informada y valiente, dispuesta a señalar las sombras antes de que se conviertan en tormentas.
Al igual que ocurrió en el pasado, el peligro no está solo en los extremos, sino en la complacencia de quienes, pudiendo actuar, deciden mirar hacia otro lado. El silencio no es neutral, es una decisión que tiene consecuencias. Recuperemos el espíritu del ágora como espacio de debate de ideas y defensa del bien común. Porque, como decía Edmund Burke: “Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada.”
Decidir no mirar hacia otro lado y alzar la voz contra las injusticias es un acto de valentía que, sin embargo, no está exento de desafíos. Aquellos que optan por señalar lo que consideran éticamente incorrecto a menudo se encuentran frente a una resistencia organizada que utiliza herramientas poco éticas (cuando no hostiles) para deslegitimar sus críticas. Esta dinámica puede incluir tácticas como la difamación, el señalamiento público, el uso de etiquetas despectivas y, en casos más extremos, amenazas directas.
En este contexto, la filósofa Judith Shklar advertía sobre el riesgo de “la injusticia institucionalizada”, un fenómeno en el que las estructuras de poder no solo permiten el abuso, sino que lo protegen atacando a quienes lo denuncian. Este dilema no es nuevo: aquellos que defienden la verdad y la justicia a menudo se enfrentan a la paradoja de tener que actuar con valores éticos en un entorno que los niega. Además, el uso de estas tácticas no solo busca silenciar las críticas, sino que también persigue desincentivar a otros que pudieran estar dispuestos a alzar la voz. Es aquí donde el coraje ético se debe convertir en un acto colectivo.
La resistencia ética
Enfrentarse a esta realidad requiere más que valor individual, demanda la construcción de redes de apoyo que respalden a quienes deciden actuar con integridad. Así como el silencio fortalece el abuso, la solidaridad puede desactivarlo. Una democracia madura debe proteger a quienes, desde el respeto y la razón, se atreven a cuestionar lo que consideran injusto.
Por tanto, no solo debemos dejar de mirar hacia otro lado, sino también preparar el terreno para que otros puedan hacer lo mismo sin miedo. La resistencia ética no es una tarea fácil, pero es indispensable para evitar que las sombras crezcan hasta cubrirnos por completo.