En estos días caniculares, en los que el calor solo invita a leer en una tumbona, reviso las páginas ya pajizas, cargadas de innumerables frases subrayadas y comentarios marginales, de aquel ejemplar de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, que adquirí hace medio siglo. Me atasco en aquella sentencia tan apropiada para este momento del modelo a su pintor Basil Haward: “Los días de verano, Basil, suelen resistirse a marcharse. Quizá tú te canses antes de que quiera irse él”.

A veces un buen texto te lleva a una cadena de recuerdos triviales que acaban en pensamientos más insondables, y en este caso así lo fue. Hacía un par de décadas una pareja amiga, ambos cercanos a los cincuenta, fueron pioneros en la búsqueda de un rejuvenecimiento ficticio. Ambos en aquellos momentos estaban pletóricos, bellísimos y habían atrasado el reloj de la fachada de sus cuerpos a una década antes. Él había perdido sus arrugas faciales, las únicas que no estaban ocultas por ropaje alguno, e incluso había marcado sus glúteos con silicona. Por su parte ella había hecho más inversión en esta sustancia para sus labios, garganta y pechos, además de una buena dosis de bótox que hicieron desaparecer las patas de gallo, las arrugas de la sonrisa, el código de barras y las líneas de marioneta.

Ambos, con rictus robóticos, contaban que estaban muy satisfechos, a pesar de la hipoteca que tuvieron que suscribir por el coste de la intervención. Ahora mis amigos parecen seres extraterrestres, tan inexpresivos que son inverosímiles cuando hablan, cargados de colgajos en sus brazos y arrugas en sus manos que delatan su verdadera edad. Uno de los familiares murmulló que les hubiese salido más rentable suscribir un pacto con el diablo, como el de Dorian Gray, y nos recuerda lo que decía Basil ante el Retrato “vivimos en una época en la cual las cosas innecesarias son nuestra única necesidad”.

Sopla el terral y la algarabía de la feria atraviesa mi ventana y me distrae de aquel recuerdo. Desde el cacareo de una tómbola hasta el rap machacón, pasando por bataholas incomprensibles, me sirven para comprender que la ciudad tiene un exceso de bótox.

Sobre mi cuerpo recostado cae desde un anaquel de la biblioteca un pequeño cuento, de forma sobrenatural como si uno vecino de Edgar Allan Poe le hubiese empujado. Se trataba de El Príncipe feliz, también de Wilde, en el que el alcalde de una floreciente ciudad contemplaba orgulloso la estatua que había mandado construir del Príncipe que un día hizo popular ese lugar. Desde allí, el petrificado Príncipe, podía contemplar mejor su antigua ciudad, quedando sorprendido al comprobar que había muchas personas pasando tremendas calamidades. Una humilde golondrina, con un inconmensurable esfuerzo, fue la encargada de enderezar la ciudad a costa de la estatua y de su propia vida.

El bótox y la silicona en la ciudad pueden dar tersura y brillo de modernidad, pero a la larga las arrugas escondidas de la pobreza aparecerán para mostrar su verdadero momento. Concluyo con Wilde: "Es triste pensarlo, pero no hay duda de que el Genio perdura más que la Belleza”.