Me cuenta un colega informático que un vecino suyo le ha mostrado un trabajo impecable realizado por su hijo de tan solo doce años sobre la vegetación del Kilimanjaro, en el que además de una perfecta descripción concluía con propuestas inéditas para el manejo, la mejora y conservación de algunas especies.

Cuando lo vieron sus padres quedaron absortos por la sapiencia de su hijo, no menos que su profesor de ciencias. Le aplicaron a la treintena de folios del trabajo un análisis de plagio en cuarenta idiomas, y aquello evidenciaba que el chaval no había copiado ni la más mínima oración. La experiencia de mi colega le llevó a la conclusión que, si bien el joven estudiante no tenía ni idea de botánica, sin embargo, era ya a su corta edad un aventajado en las aplicaciones de inteligencia artificial. Le bastaron cincuenta preguntas para que la computadora escupiese en segundos un informe que bien podía publicarse en cualquier revista especializada de gran impacto.

Cuando mi colega me lo refirió me hizo dudar sobre los métodos de evaluación que aplicamos. Hace ya tiempo que en el sistema educativo desprestigiamos la memoria en favor de la capacidad deductiva, olvidándonos que sin la primera no se alcanza la segunda.

Aun recuerdo cuando tuve que memorizar en geografía las comarcas leonesas de El Bierzo y La Maragatería preguntándome para qué serviría aquello, hasta que años más tarde durante una expedición por aquellas tierras sorprendí a mis colegas recitándoles aquello que había guardado en un rincón de mi memoria. Ella es una virtud perecedera, que tan solo se ejercita hasta poco más de los veinte años, y de su ejercicio va a depender todas las decisiones y caminos del futuro.

Y así se impusieron en el proceso evaluador los trabajos deductivos sobre el examen memorístico, que evidentemente era injusto si era único, ya que una mala tarde la tiene cualquiera. El ordenador, la internet dio paso a la era del ‘copypaste’: Buscar, copiar y pegar. Tenía también su valor porque había que saber buscar, extraer lo que se debía copiar y pegarlo de manera sistemática y comprensiva para lograr un buen trabajo. En cualquier caso, vacío de aportaciones propias.

Los exámenes escritos se van diluyendo en la historia, en buena medida porque su alta consideración como documentos administrativos obligan, como en las pruebas policiales, a una exquisitez evaluadora a través de rúbricas de altísimo detalle. Además, como tales deben ser custodiados durante, según unos cinco años, según otros cuatro y ahora parece que dos. Para evitar todo este garantista y proceloso sumario, la opción es fácil, acudir a los exámenes tipo test. Supuestamente el método más objetivo y fácil de conservar en esas grandes nubes sin agua.

Con todo ello es más que evidente que cada vez sean menos los alumnos que copian el dictado de lo que se le enseña, más allá de anotaciones en tablets o androides. Cada vez se ven menos bolígrafos, para que decir lapiceros, y los cuadernos entran ya en la categoría de en extinción.

Aquello que mi colega me contó del hijo de su vecino, me lleva a pensar en la importancia para el futuro de tan venerables objetos como son un cuaderno y un lápiz. El prospecto afirma que sirven, mezclándolos con acierto, para la reflexión y la obtención de grandes ideas.

Cuando tenga que hacer un regalo piense siempre que la mejor ofrenda serán siempre esos dos valiosos tesoros, así me lo enseñó mi amigo Ángel Valencia.