Parado en la estación Universidad, contemplando un atardecer de nubes de algodón teñidas de pacíficos colores, desearía volver a ver por la llanura del Campus, cómo León Felipe, la figura de Don Quijote pasar. Cuantas enseñanzas de tan hidalgo caballero necesitamos más que nunca. Valga aquí, como en ningún otro lugar, la defensa sin armadura de que la belleza del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza.

El bullicio en el campus evidencia que han comenzado las clases del segundo semestre. Mi curso de primero está integrado por medio centenar de un alumnado de lo más variopinto. La diversidad es enorme en tan reducida muestra. La incorporación de la mujer, en una carrera de ciencias, es cada vez más creciente, y ya alcanzan o incluso superan la necesitada igualdad.

Pero aun satisface más ver la procedencia tan heterogénea, los hay que vienen de pueblos o de otras ciudades, incluso de diferentes nacionalidades y confesiones. Por sus indumentarias se reconocen que obedecen a formas de pensamiento, cultura y personalidad tan singulares como variadas.

La diversidad es la esencia de la evolución y, frente al uniformismo que algunos preconizan, la enseñanza pública permite y enriquece esa diversidad. Por encima de todo la grandeza se asienta en que se respetan y son respetuosos. Sus miradas noveles manifiestan la incertidumbre de como desarrollaremos la asignatura.

Los hago levantarse y que se presenten, que cuenten de donde provienen, que es lo que les motiva para formarse como profesionales y qué esperan del futuro incierto. Oírles me conmueve porque sus inquietudes, desde sus novedosas coordenadas cartesianas, son ricas, plenas de frescura, sin miedo a los lotófagos de lenguas viperinas que quieren despreciarlos al olvido por formarse bajo la protección de la institución pública.

Así, me gustaría trasmitirles aquella reflexión de Alonso Quijano, quien afirmaba que unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero por la angosta senda que les queda por recorrer deben enderezar siempre sus intenciones a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno.