Cabe imaginar, como en un relato de ficción, qué a finales de este siglo nos encontremos con que todo lo que conocemos hoy como ecosistemas, ya sean naturales o agrarios, sean un completo mosaico de propiedades privadas. Unos latifundios por los que sobrevuelen cientos de drones para controlar el estado fitosanitario de la vegetación, detectores de los movimientos de la fauna, robots vendimiando, sofisticadas macrogranjas o ciclópeas maquinas cosechadoras.

La superpoblación del planeta abre una crisis alimentaria sin precedentes, y la seguridad, como otro seguro más que se impone para un privativo estado del bienestar, se convierte para el mercado en un opaco objeto del deseo. Le pondrán puertas a ese campo de montes, sierras, valles y colinas, que dejarán de ser un bien común de libre acceso para convertirse en un valor seguro de la transacción económica. Incluso más allá de la producción de grano, aceite, vino y frutos tropicales, serán piezas de comercialización los servicios ecosistémicos de los bosques, de los matorrales y hasta de los barbechos. Si ya hoy se compran y venden en bolsa acciones de la capacidad de secuestro de gases de efecto invernadero, pronto lo serán los herbazales que mantienen la biodiversidad necesaria para albergar a los polinizadores de los frutales.

Allá donde han abusado de tantos herbicidas y plaguicidas, hoy cuadrillas de peones polinizan a mano, con bastoncillos de los oídos, flor a flor para garantizar las cosechas, lo que eleva en exceso el coste de producción. Mucho mejor y más barato contar con albergues donde se críen insectos que lo hagan gratis et amore. En este marco de rendimiento economicista otros servicios que nos presta la naturaleza serán igualmente objeto de especulación. Incluso los espacios naturales protegidos entrarán, en esa visión neoconservadora de que todo es susceptible de ser privatizado, pasarán a ser reservas a las que tan solo accederán los que puedan permitirse el lujo de comprar el resort para disfrutar del ocio en un marco incomparable.

Podrá parecer ficción, pero los primeros pasos para ese cuadro ya están en marcha. Nuestro interior se despuebla y más de la mitad de nuestros agricultores y ganaderos están a punto de jubilarse, sin hornada joven de reemplazo que entienden que es un espacio sin oportunidades. Todo lo contrario, los fondos de pensiones, como buitres que otean la descomposición, han descubierto un magnífico campo de operaciones. Con sus excelentes informes predictivos, ya se adelantan a adquirir grandes extensiones de nuestro agro, considerando que es un valor seguro cuya rentabilidad será alta en unos pocos años. Todo ello aplaudido, sin medidas precautorias, con la aquiescencia tácita de gobiernos locales y regionales.

Pero en el juego de la ficción cabe predecir que aquellos fondos obtendrán muchos más beneficios a medio y largo plazo. Tanto patrimonio inmueble les conferirá el derecho a ser ellos quienes planifiquen su futuro ante una administración sometida por debilidad. Toda la tierra será susceptible de hacer sobre ella lo que se quiera, sin más límites que los que ellos mismos se impongan. Para el olvido queda aquel aforismo de nuestro refranero en la que se instaban a no poner puertas al campo.