“De la Málaga que fuimos,
no va a quedar ni el recuerdo”.
Como si fuéramos viejos,
añoramos los destinos

que atestiguaron al fin
comilonas y meriendas:
primero Antonio Martín,
y el Central, que también cierra.

Las malagueñas maneras
languidecen en adviento.
Y las maneras, el tiempo,
las convirtió en extranjeras

siendo imposible ya ver
al Chiquito o al Tiriri
tomándose un florestel:
vamos, que ya eran pa guiris.

Con calor por las mañanas
y faltando fríos polares
nos llegan las navidades
de la calle a las portadas

y a la señera fachada
de la Santa Catedral.
Cada año más temprano
nace el rey de los cristianos,
que ya no quiere esperar
que llegue la Inmaculada.

Por si alguien no lo recuerda
entre tanto adorno y luz:
en Navidad se celebra
el cumpleaños de Jesús

y para eso falta un rato,
veintidós días aún;
desestacionalizados
están el turismo y tú.

Navidad de purpurina
ignorando al aguijón
del virus que trajo China
y ahora se llama Omicrón.

Volverán los vacunódromos
a la gente a inmunizar
para después a pasear
por Larios y su sambódromo.

¿Qué podría salir mal?
Malagueños, a la calle.
Me quedo en calle San Juan
sin bullas que no avasallen

la chafada mejoría
que palidece otra vez
para volver a volver
a hidrogel y mascarilla.

La pandémica fatiga
con su tono macilento
se convierte en esa amiga
que dice de no ir al centro

y de en casita quedarse
con zapatillas y bata,
que la calle está muy mala,
que no es plan de contagiarse,

y mientras el hostelero
diciendo que ya está bien,
que a la calle, malagueños,
hasta que cierre el Andén.

Y entre vulgares diatribas,
de velas sopló noventa
la María Victoria Atencia
más joven, audaz y viva:

Gracias, Romera Fadón,
por abrocharle sus versos
a la madre de alabanza
que en diciembre trajo a Dios.
La de los ojos excelsos,
la que se llama Esperanza:

“Me remueve tu voz. Por ella siento
que la rama combada se endereza
y el fruto de mi voz se crece al viento”.