Recuerdo en abril de 1982, cuando me iba examinar del práctico para el carné de conducir, tener una sensación de cosquilleo en el estómago por algo que probablemente iba a cambiar mi vida, y la de la mayoría de los que allí estábamos esa mañana para examinarnos. Tener la posibilidad de disfrutar de movilidad individual era, para los de mi generación, el bien más preciado, porque en realidad no había muchas opciones más para escoger. Tener carné de conducir y trabajo, el sueño de la mayoría.

Los examinadores de tráfico eran, en aquella época, algo parecido a los tenientes que te encontrabas al hacer la mili, algunos un poco chusqueros y otros simplemente insípidos, con ese halo de superioridad que tenían los funcionarios de tráfico en la época de la transición política. Yo estaba en un grupo de aspirantes al examen, unos 30, en el que solo había dos mujeres, y nos pusieron en un lateral de la inhóspita pista de examen de la jefatura de tráfico de Málaga en el Polígono del Guadalhorce, en un día con un viento muy frío, cuando en abril todavía hacía frío de verdad. Allí éramos testigos de los llantos, de los ataques de ansiedad y de las sonrisas de los que suspendían o aprobaban el examen, a modo de escarnio público.

Cuando llegó mi turno, entré en el coche en el que me iba a examinar, un pequeño Seat 127, muy habitual como coche escuela en la época. Dentro estaba sentado a la derecha un señor con ropa gris y varias carpetas sobre las piernas que ni me miró, aunque por lo menos me dijo un muy seco buenos días. Antes de que me dijese que iniciara la marcha ya me había puesto el cinturón de seguridad.

Dentro de la pista de prácticas había varias pruebas de habilidad que simulaban situaciones reales de tráfico, pero la que más temíamos los aspirantes era la rampa. En esa rampa teníamos que parar el coche en medio de la pendiente, poner el freno de mano y volver a iniciar la marcha sin que se te calara el coche, con un motor de gasolina de pequeña cilindrada y muy poco par, justo la peor combinación. Después se iniciaba la maniobra de aparcamiento, con unas barras de metal que hacían de coches aparcados y donde nosotros teníamos que meter el vehículo a la primera. Y después terminábamos con un tramo en marcha atrás con un giro.

En la prueba de calle, nos metían por zonas urbanas con señales específicas que limitaban la circulación a los vehículos, para equivocarnos. Además, el examinador se fijaba mucho en que al llegar a un semáforo fuésemos reduciendo marcha a marcha sin pasar a punto muerto directamente, si no querías suspender. Y en carretera, pues mejor ir siempre por tu derecha, sin pasarte, porque si pisabas una línea, estabas muerto. Y el retrovisor, siempre mirándolo y anticipando todo tu entorno a través de él.

Pues bien, me imagino hoy día haciendo ese mismo examen con un coche recién salido del concesionario en el año 2022. En la rampa, un sistema me mantendría el coche automáticamente en la posición sin retroceder un milímetro. Aparcar sería pan comido con cámaras de 360 grados donde puedes ver la posición del coche en una vista cenital para ayudarte a girar o, simplemente en los vehículos que lo tienen, que aparque él solito autónomamente. Y mover el coche marcha atrás nunca habría sido tan fácil con la pantalla interior, incluso de noche, donde unas líneas que aparecen en la propia pantalla te dibujan la trayectoria probable dependiendo de cuánto estemos girando el volante. Hacer que una señal nos equivoque no sería posible si el coche tuviera, como muchos ahora, reconocimiento de señales, sobre todo las de velocidad máxima. Reducir marcha a marcha en un semáforo no haría falta con los cambios automáticos de hoy día, sean de convertidor de par, de doble embrague o de variador continuo. No habría que tener cuidado para no pisar una línea blanca de la carretera, porque el sistema de alerta de salida involuntaria de carril te avisaría sonoramente, e incluso movería el volante para meter el coche en trayectoria. Y finalmente, casi no haría falta mirar el espejo retrovisor, porque los actuales te avisarían del ángulo muerto si no tuviésemos en cuenta el vehículo que se acerca. Pensando en todo eso, si ese mismo examinador que me tocó en mi examen hace cuarenta años lo hiciese en un coche actual se tendría que tomar una pastilla para la ansiedad; menudo disgusto se iba a dar, porque no habría llantos, tan solo sonrisas de los aspirantes al acabar el examen.

He probado cientos de coches en cuarenta años, cada uno con la mejor tecnología de su época, pero los fabricantes están equipando a los vehículos con una cantidad enorme de sistemas electrónicos con la excusa de la seguridad que están consiguiendo justo lo contrario: nunca fue más fácil distraerse y perder la atención a la carretera que con un coche actual. No es de recibo que haya múltiples alarmas distintas, tanto sonoras como visuales, por cualquier cosa insignificante. O que, literalmente, te pelees con el volante porque este quiere mantenerte en una trayectoria que marcan las cámaras que leen las líneas de la carretera.

Estamos consiguiendo una generación de conductores que no sabe improvisar, que no confía en ese sentido extraordinario que nos hace predecir que algo puede ocurrir si somos nosotros los que lo procesamos y no el chip electrónico de un coche sin alma. Básicamente, conductores inútiles, y no por su culpa. Qué feliz fui con esos coches, donde todo lo que pasaba lo decidía yo, para bien o para mal. El Gran Hermano hace tiempo que llegó a los coches.