Bandera de la Unión Europea

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Opinión

La sombra de la corrupción resurge en la UE. ¿Pesadilla antes de Navidad?

La sospecha de la corrupción golpea, de nuevo, el corazón de las instituciones comunitarias, justo cuando se cumplen tres años del ‘Qatargate’ y la UE afronta una de las mayores crisis de credibilidad e influencia en el contexto geopolítico actual.

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Una investigación liderada por la Fiscalía Europea, tres detenciones y una cascada de declaraciones políticas para sacudir responsabilidades. Son los elementos que enmarcan el último escándalo de corrupción que acecha a las instituciones europeas.

La detención de Federica Mogherini, ex alta representante de la diplomacia europea entre 2014 y 2019, por presunto fraude con fondos comunitarios, escuece en Bruselas. No sólo por el impacto político y social, sino también por tratarse de una de las adalides del europeísmo más férreo.

De hecho, la italiana era, hasta ahora, la rectora del prestigioso Colegio de Europa, la escuela de posgrados dedicada a la formación de muchos de los futuros funcionarios, diplomáticos y analistas en asuntos europeos.

Según los hechos investigados por la Fiscalía Europea (EPPO), que ha contado en sus pesquisas con el apoyo de la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF), Mogherini podría haber incurrido en fraude en la contratación pública, conflicto de intereses y violación del secreto profesional.

Unos hechos que también afectan al diplomático Stefano Sannino, exsecretario general del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) durante la época de Borrell y actual director general de la Comisión Europea, y a un directivo del Colegio de Europa. 

El ejemplo más icónico es la creación del nuevo órgano ético que unifica las normas de conducta en las instituciones

El caso se centra, en concreto, en el proyecto de la Academia Diplomática de la Unión Europea, un programa de formación de nueve meses de duración destinado a diplomáticos noveles de todos los Estados miembros, que fue adjudicado por el SEAE a la sede belga del Colegio de Europa tras un procedimiento de licitación.

La Fiscalía busca aclarar si el Colegio de Europa, o alguno de sus representantes, “fueron informados con antelación, antes de la publicación oficial, sobre los criterios de selección del procedimiento”, lo que habría favorecido su candidatura y supondría una violación flagrante del artículo 169 del Reglamento Financiero de la UE, relativo a la competencia leal y el adecuado uso y asignación de los fondos europeos.

Paradójicamente, este episodio estalla cuando se cumplen tres años del famoso ‘Qatargate’, destapado el 9 de diciembre de 2022, uno de los mayores casos de corrupción que ha sacudido al Parlamento Europeo, y que desató un terremoto político con el anuncio de una amplia batería de reformas orientadas a revisar exhaustivamente los códigos de conducta y a reforzar los mecanismos de vigilancia comunitarios. 

La realidad es que, tres años después, muchas de esas reformas han desaparecido, han quedado diluidas o están pendientes de implementación. El ejemplo más icónico es la creación del nuevo órgano ético que unifica las normas de conducta en las instituciones.

Pese a su aprobación en abril de 2024, aún está pendiente la ratificación por algunas de las ocho instituciones europeas adheridas a la iniciativa, lo que revela las dificultades de establecer estándares comunes de transparencia y rendición de cuentas.

Los escándalos de corrupción no pueden convertirse en sistémicos y el enfoque de las instituciones comunitarias

A ello se suman otra serie de capítulos que debilitan el argumentario del “incidente aislado” y que contribuyen a laminar lenta, pero inexorablemente, la calidad institucional y la credibilidad comunitarias.

Por ejemplo, en marzo de este mismo año, la policía belga registraba las oficinas en Bruselas del gigante tecnológico chino Huawei y detenía a varios de sus lobistas, en el marco de un supuesto caso de corrupción activa en el Parlamento Europeo, y en noviembre se conoció la imputación del antiguo comisario de Justicia europeo, el belga Didier Reynders, por presunto blanqueo de capitales. 

Por supuesto, todos estos son los casos más sonados y visibles. Sin embargo, bien podríamos prodigarnos en otros que se gestan y se padecen desde el silencio de la invisibilidad mediática o el sufrimiento y frustración anónimo de sus protagonistas.

Por ejemplo, los casos de acoso de ciertos eurodiputados de cualquier espectro político a algunos de sus asistentes (los denominados APAs). Muchos de los cuales, bien por desequilibrios de poder, bien por vulnerabilidad económica ante el temor de perder su empleo, no se atreven a denunciar y se ven abocados a normalizar ciertas prácticas. 

Asimismo, una forma de “corrupción” más sutil sería la del cómo se gestiona el acceso a las propias instituciones, especialmente del personal laboral no funcionario. Aunque la UE presume de premiar el talento, el mérito y la igualdad de oportunidades en sus procesos de selección, lo cierto es que la transparencia brilla por su ausencia y los procedimientos internos son algo perversos.

Por ejemplo, concurrir a ciertas pruebas y exámenes requiere de invitación previa por parte de jefes de unidad, directores o directores generales, lo que hace que las oportunidades, en muchas ocasiones, dependan realmente más de cuán fuerte sea la red de contactos que de cuán válido sea uno u otro perfil, lo que abona los favoritismos y un sistema de tinte clientelar. 

Toda esta situación invita a preguntarse, siempre con ánimo constructivo y desde el espíritu europeísta de quien escribe estas líneas, cómo de corrupta es la Unión Europea, así como sobre la importancia de repensarse constantemente como proyecto.

Según uno de los últimos eurobarómetros, el 52 % de los europeos confían en la UE, lo que constituye el resultado más elevado desde 2007. Sin embargo, lo más relevante es que muchos ciudadanos (siete de cada diez) reclaman que actúe con mayor contundencia en defensa de la calidad democrática.

Y es que la confianza es uno de esos valiosos intangibles que cuesta mucho esfuerzo conquistar y que nunca conviene dar por sentado, pues se puede desvanecer con suma facilidad.

Por ese motivo, los escándalos de corrupción no pueden convertirse en sistémicos y el enfoque de las instituciones comunitarias, que se presentan como garante del Estado de derecho frente a los gobiernos nacionales, no puede ser meramente reactivo ni limitarse a una bochornosa riada de declaraciones exculpatorias.

En plena carrera por relanzar la competitividad europea tras años de fiebre regulatoria, este tipo de situaciones golpean la legitimidad y ahogan el propósito, pues no hay práctica menos competitiva, desincentivadora y que atente más contra la seguridad jurídica que la de la corrupción. 

Además, el “caso Mogherini” se da en un contexto geopolítico especialmente delicado, lo que lo hace aún más desafortunado. El proceso para la paz en Ucrania ha revelado el escaso margen de influencia de los 27 en las negociaciones, ignorados y humillados por Trump y Putin a partes iguales, con la consiguiente percepción de debilidad.

Asimismo, asistimos al auge de la extrema derecha y de los movimientos euroescépticos en todo el continente. De nada sirven las constantes llamadas a defender la democracia frente a la regresión de derechos y libertades que plantean personajes como Trump, Milei, Netanyahu, Orbán, Le Pen, Abascal… si no se actúa con máxima ejemplaridad desde dentro.

Es el inflamable perfecto para que Orbán active la llamarada del populismo y tilde a la UE de “mafia”, mientras Putin se lava las manos y Trump insiste en lo inútil del proyecto. Como en el film de Tim Burton, es la pesadilla antes de Navidad.

*** Alberto Cuena es periodista especializado en asuntos económicos y Unión Europea.