La decisión de la revista Time de declarar a los llamados “arquitectos de la inteligencia artificial” como personajes del año no debería sorprendernos. Es coherente con la narrativa dominante que la industria tecnológica lleva años construyendo: la de un grupo de supuestos líderes visionarios que están dando forma al futuro de la humanidad gracias a su genio, su audacia y, por supuesto, sus empresas.

Pero esa elección no es un premio, sino un síntoma de un problema mucho más profundo: la normalización de la concentración de poder tecnológico en manos de unos pocos ejecutivos que nadie ha elegido y cuyas prioridades rara vez coinciden con las necesidades de la sociedad.

La portada de Time actúa como un escaparate perfecto para esa visión heroica de la tecnología, en la que un puñado de figuras es presentado como responsable de salvarnos, guiarnos o iluminarnos. La industria lo agradece: refuerza su relato, alimenta la admiración pública y contribuye a desviar la atención de la parte menos glamourosa de su actividad, que tiene que ver con procesos opacos, decisiones unilaterales y un apetito insaciable por el dinero, los datos y la influencia.

Y, sin embargo, si analizamos lo que realmente implica esta épica de los “visionarios”, encontramos una profunda desconexión entre el brillo de las narrativas corporativas y el impacto real que estas tecnologías están teniendo sobre nuestras vidas.

Porque la pregunta clave no es si estos líderes son brillantes, que muchos de ellos lo son, sino qué significa para una democracia que la infraestructura cognitiva del futuro esté siendo diseñada y controlada por empresas que se orientan exclusivamente al beneficio económico.

La inteligencia artificial no es un gadget más, ni un mero avance incremental: es una tecnología con capacidad para reconfigurar mercados enteros

La inteligencia artificial no es un gadget más, ni un mero avance incremental: es una tecnología con capacidad para reconfigurar mercados enteros, modificar comportamientos, influir en decisiones políticas y acentuar desigualdades. Cuando ese tipo de poder se concentra en determinadas manos privadas, el riesgo no es hipotético: es estructural.

Lo hemos visto repetidamente. Líderes que prometen transparencia y responsabilidad, pero que esconden datos esenciales sobre el rendimiento y los riesgos de sus sistemas. Ejecutivos que se presentan como paladines del futuro, pero que despliegan un ejército de lobistas para diluir cualquier intento de regulación significativa.

Y todo eso, mientras se construye una narrativa cuidadosamente modulada para que parezca que lo que están creando es inevitable, casi natural, y que la única posición sensata es aplaudir.

Esa visión fatalista, la idea de que la inteligencia artificial avanza por su propio impulso, ajena a cualquier control humano, encaja perfectamente con los intereses de quienes lideran la industria. Si se acepta que la tecnología es una fuerza autónoma, la responsabilidad se difumina: ni los ejecutivos responden por sus decisiones, ni los gobiernos sienten la urgencia de construir marcos regulatorios robustos, ni la ciudadanía se imagina con capacidad de intervenir.

La portada de Time no es más que otro ladrillo en ese muro narrativo: una señal de legitimidad simbólica que contribuye a reforzar la idea de que estos líderes no solo dirigen empresas, sino que encarnan el futuro mismo.

La inteligencia artificial necesita menos épica personalista y más política

La terca realidad, sin embargo, es precisamente la contraria: la inteligencia artificial no es inevitable. Es una elección. Una sucesión de decisiones tomadas por personas concretas, con intereses concretos, dentro de estructuras empresariales que responden a incentivos muy específicos.

Lo que Time presenta como una “epopeya tecnológica para el progreso de la Humanidad” es, en esencia, el resultado de un modelo económico orientado a capturar datos, escalar infraestructuras y maximizar beneficios. Esa actividad puede generar avances notables, sin duda, pero no convierte a sus protagonistas en oráculos del futuro ni les otorga la autoridad moral para dictar cómo debe organizarse una sociedad.

El verdadero problema no es que existan líderes con gran influencia, sino que aceptemos sin cuestionamiento que su influencia es legítima cuando algunos de ellos son auténticos terroristas sin escrúpulos. La democracia se basa en el control del poder, no en su reverencia.

Y, sin embargo, estamos permitiendo que empresas tecnológicas determinen aspectos esenciales de la vida pública, desde qué información vemos hasta cómo funcionan los mercados laborales, sin ofrecer a cambio unos mecanismos de responsabilidad adecuados y mínimamente razonables. Presentar a sus dirigentes como figuras casi mesiánicas no contribuye precisamente a revertir esa tendencia.

Lo más inquietante de la elección de Time no es a quién coloca en la portada, sino a quién deja fuera. No aparecen los científicos, matemáticos e ingenieros en general que de verdad conceptualizan el avance de la inteligencia artificial y la tecnología.

Tampoco la ciudadanía que sufre las consecuencias de decisiones tomadas en despachos privados. No aparecen los trabajadores cuyos empleos se transforman o desaparecen sin que nadie evalúe adecuadamente el impacto social de esos cambios. Y, desde luego, no aparecen los reguladores que, en demasiadas ocasiones, actúan como meros espectadores.

La inteligencia artificial necesita menos épica personalista y más política. Menos titulares grandilocuentes y más discusión pública informada. Menos héroes y más instituciones capaces de establecer límites y proteger derechos.

Si seguimos celebrando a quienes ya acumulan un poder y una influencia desmedida, estaremos reforzando un modelo tecnológico profundamente desequilibrado. Y cuando un sistema se desequilibra, lo inevitable no es el progreso, sino la fragilidad.

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.