Cada cierto tiempo, el mundo del trabajo se enfrenta a un nuevo “fin de época”. La máquina de vapor, la electricidad, la automatización, internet… y ahora, la inteligencia artificial.
En cada una de esas transiciones, los discursos apocalípticos han sido casi idénticos: desaparecerán millones de empleos, cambiará todo para siempre, habrá una nueva economía de productividad infinita.
Pero cuando miramos hacia atrás, lo que encontramos es un patrón: la tecnología cambia muchas cosas, pero no tan rápido como pensamos. Los humanos somos más resistentes (y más conservadores) de lo que la narrativa tecnológica suele admitir.
Es probable que dentro de diez años sigamos trabajando de una manera muy parecida a la actual. Con más herramientas, sí, con algunos procesos automatizados, también. Pero la oficina, el jefe, la reunión por videollamada, el correo interminable y la burocracia seguirán ahí. Cambiará la superficie, no la esencia.
La historia de la tecnología demuestra que el trabajo no se transforma de la noche a la mañana. El economista Roy Amara lo resumió con una frase que debería estar en los despachos de todos los directivos: “Tendemos a sobrestimar el impacto de una tecnología en el corto plazo y a subestimarlo en el largo plazo”.
Es probable que dentro de diez años sigamos trabajando de una manera muy parecida a la actual
La inteligencia artificial generativa se encuentra justo en ese punto de inflexión. En los últimos dos años hemos visto predicciones extremas: despachos sin empleados, medios escritos por algoritmos, fábricas sin obreros, universidades reemplazadas por chatbots.
Pero, mientras tanto, los datos muestran otra realidad: la adopción es desigual, la productividad apenas se ha movido y los usos más comunes aún son rutinarios. Generar resúmenes, redactar correos, preparar presentaciones. La revolución parece, por ahora, más incremental que disruptiva.
El paralelismo con internet es inevitable. Cuando la red comenzó a popularizarse, muchos imaginaron el fin del trabajo físico, la desaparición de las oficinas, la llegada del teletrabajo permanente.
Dos décadas y una pandemia después, seguimos pasando horas en reuniones, gestionando jerarquías y estructuras que no han cambiado sustancialmente.
Internet transformó la economía y la comunicación, pero el trabajo se adaptó más despacio. Lo mismo ocurrirá con la inteligencia artificial: no nos sustituirá, nos acompañará, y esa convivencia será larga y compleja.
Esto no significa que la inteligencia artificial sea irrelevante. Al contrario: a largo plazo, su impacto será profundo, aunque quizá de formas que aún no vemos. Igual que internet acabó redefiniendo sectores enteros como el comercio, los medios o la logística, la inteligencia artificial puede cambiar el modo en que medimos la productividad, distribuimos tareas o valoramos la creatividad. Pero eso llevará tiempo. Y el tiempo, en términos económicos y sociales, implica adaptación, resistencia, negociación.
La inteligencia artificial: no nos sustituirá, nos acompañará, y esa convivencia será larga y compleja
mayor error que podemos cometer es confundir el ruido de la innovación con la realidad del trabajo. No todos los empleos son automatizables, ni todas las tareas que la inteligencia artificial puede realizar generan ahorro neto.
De hecho, muchos estudios apuntan que la implementación de inteligencia artificial en procesos productivos requiere supervisión humana intensiva (el ya famoso human-in-the-loop), nuevas formas de gestión y estructuras organizativas diferentes. Es decir, crea tanto trabajo como el que destruye.
Los procesos cambian, pero las personas siguen siendo el centro.
Las empresas que hoy invierten millones en inteligencia artificial lo hacen con la promesa de ser más eficientes, pero la historia muestra que las grandes transformaciones tecnológicas suelen generar, en el corto plazo, un incremento de complejidad antes de producir ganancias netas de productividad.
Internet no eliminó el correo electrónico, lo multiplicó. La automatización no acabó con los formularios, los hizo más sofisticados. La inteligencia artificial probablemente no elimine el trabajo, sino que lo vuelva más fragmentado, más distribuido y, en ocasiones, también más confuso.
Lo más interesante será observar cómo se adapta nuestra relación con el trabajo. Si la inteligencia artificial se integra de forma ubicua, el desafío no será técnico, sino humano.
Los procesos cambian, pero las personas siguen siendo el centro.
Aprender a trabajar con máquinas que piensan distinto, que no se cansan ni se distraen, exigirá redefinir la colaboración y la responsabilidad. Pero eso también pasará lentamente, con resistencia, con aprendizaje. El trabajo no desaparece: muta, y en ese proceso, seguimos siendo imprescindibles.
Quizá, cuando miremos atrás dentro de una década, descubramos que la gran revolución no fue la que imaginábamos. Que la inteligencia artificial no destruyó el empleo, pero cambió las expectativas, los ritmos y las competencias. Que seguimos escribiendo correos y asistiendo a reuniones, pero con herramientas que, poco a poco, se vuelven más inteligentes. Que hemos construido la famosa “bicicleta para la mente”, que decía Steve Jobs. Y que, como siempre, el cambio más profundo no ocurrió en las máquinas, sino en las personas.
La inteligencia artificial no traerá el fin del trabajo, sino una nueva versión de su continuidad.
Cuando ese futuro llegue, probablemente nos sorprenda menos de lo que creemos. Porque el verdadero cambio, el que importa, no es el de las herramientas: es el de las mentalidades. Y esas, como sabemos, evolucionan mucho más despacio que la tecnología.
***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.