Vivimos un momento tan sutil como revolucionario: el teclado, esa extensión de nuestros dedos, para muchos un auténtico puente entre pensamiento y texto, empieza a perder su centralidad. Los modelos masivos de lenguaje, los asistentes de voz avanzados y las interfaces multimodales nos invitan cada vez más a dictar, a mirar la pantalla y a hablar con la máquina, en lugar de hundir los dedos en las teclas.
Se calcula que en torno a 2028, la voz habrá reemplazado al teclado como medio predominante de entrada de información. Y aunque muchos lo celebran como un paso hacia la naturalidad, yo no dejo de preguntarme qué estamos sacrificando en ese tránsito.
Como usuario intensivo de modelos de lenguaje, y mentalidad de prompt-crafting riguroso, sigo escribiendo mis entradas, mis prompts y mis reflexiones de forma tradicional. Apenas uso el modo de voz, excepto para algunas intervenciones y juegos divertidos en mi sección de radio, un entorno que exige inmediatez sonora.
Y para ser completamente sincero, no me siento especialmente confiado al usar ese modo, porque carezco de suficiente familiaridad con él.
No es que la voz sea mala herramienta: es que mi método se basa en reducir al mínimo la ambigüedad, en dar un contexto amplio al chatbot y en evitar posibles interpretaciones imprecisas. En la conversación fluida con una inteligencia artificial, esa claridad, en gran medida, se pierde. Y con ella, cierto nivel de control.
El acto de teclear es lento, humano, exige decisión: elegir palabra, frase, corregir sobre la marcha…
La escritura nos obliga a ralentizar el pensamiento, a estructurarlo, a revisarlo. El acto de teclear es lento, humano, exige decisión: elegir palabra, frase, corregir sobre la marcha… poco se ha escrito sobre el maravilloso avance que supuso hacernos a la escritura en pantalla y a poder cambiar lo que nos dé la gana sin tener que hacer un borrón en un papel. Dictar, en cambio, acepta la fluidez del habla, la cadencia del diálogo, pero también abre la puerta a interpretaciones, a malentendidos, a lo que el sistema “crea” que querías decir.
No se trata solo de una cuestión de velocidad, hablar es obviamente más rápido que teclear, sino sobre todo de profundidad. La interfaz determina el pensamiento. Al dictar un prompt mientras conduzco o paseo al perro, estoy cediendo parte del control a la inteligencia artificial, estoy banalizando la premisa del “yo pienso, tú ejecutes” por la de “yo hablo, tú interpretas”.
Cuando veo personas que dictan prompts conversacionales a la inteligencia artificial mientras pasean o conducen, me invade la preocupación: primero, porque si no tienes alguien con quien hablar de verdad, deberías buscarlo, pero no sustituirlo por un chatbot, si no quieres acabar como Joachim Phoenix en Her.
Segundo, porque al convertir a la inteligencia artificial en interlocutor cotidiano, estamos antropomorfizándola, y cuando lo hacemos, caemos en el riesgo psicológico de depositar en ella expectativas, carga emocional, conversación que no es conversación.
Y tercero, y peor aún, porque entregamos con muy escaso control datos como qué pensamos, cómo nos sentimos, cuál es nuestra posición en según qué temas, etc. Esa información nutre el sistema, sin que lo por lo general seamos conscientes de ello o lo percibamos como acto de revelación.
No se trata simplemente de tomar la decisión de su teclear o hablar. Se trata, más bien, de evaluar cuánto de nuestra modularidad mental estamos dispuestos a abandonar
El teclado tiene hoy un valor cognitivo que vamos perdiendo: regula nuestro ritmo, nos obliga a estructurar, nos protege de la espontaneidad desordenada. Al pasar a interfaces de voz, dejamos de pensar en términos de “tecla, palabra, frase” y pasamos a “voz, sistema, resultado”.
La interfaz cambia, y el pensamiento también lo hace. En educación, en creatividad, en productividad, ese cambio tiene consecuencias. Algunas investigaciones muestran que teclear activa circuitos neuronales distintos a los de escribir a mano o hablar. Que la escritura favorece la retención, la reflexión y la integración de ideas. Que hablar a una máquina puede atrapar la atención, pero generalmente diluir la profundidad.
Si la voz y el gesto sustituirán completamente al teclado es todavía prematuro. Pero ya estamos en la fase de transición, y en Europa, que valora la palabra cuidada, la precisión y el pensamiento refinado, deberíamos plantearnos no tanto cuándo lo haremos, sino cómo (o si) lo hacemos. No se trata de resistir al cambio, sino de decidir qué partes de nuestro pensamiento queremos preservar y qué partes estamos dispuestos a delegar en la máquina.
Para la industria, la escritura parece obsoleta. “Dilo y se hace” parece el lema emergente. Pero para el ser humano reflexivo, el teclado sigue siendo un acto de libertad: un espacio de duda, de pensamiento, de revisión, de autoría.
Y cuando ese espacio se reduce a favor de un diálogo ininterrumpido con una máquina “como si fuera humana”, tenemos que preguntarnos: ¿cuánto de nuestra mente estamos poniendo en riesgo? ¿Cuántos pensamientos quedan sin teclear?
No se trata simplemente de tomar la decisión de su teclear o hablar. Se trata, más bien, de evaluar cuánto de nuestra modularidad mental estamos dispuestos a abandonar.
Cuando el teclado deja de ser la herramienta central, algo cambia en nosotros. Y ese cambio es mucho más que técnico. Es cultural, cognitivo y humanístico. Porque la tecnología cambia nuestras interfaces… pero también nuestras mentes.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.