Mientras los titulares se llenan de audios, causas judiciales y batallas internas, la economía española llama a la puerta para que la atendamos. Y es que sigue arrastrando los mismos problemas estructurales desde hace años. Las instituciones se consumen en su propia supervivencia, pero el tejido productivo, la inversión y la innovación no esperan.
A pesar de los fondos europeos, el peso de la inversión productiva sigue en niveles bajos. Entre otras cosas, esto tiene una de sus causas más arraigadas en la incertidumbre fiscal y en la burocracia regulatoria, y no sólo la europea, la española ensombrece más el tema.
Por otro lado, el mercado laboral adolece de una temporalidad maquillada, con costes de despido asimétricos y desajustes entre formación y demanda. El eterno problema de una asignación ineficiente de los recursos.
Nuestros jóvenes talentosos no reciben el mismo salario que en Europa. Y, para colmo, estamos sufriendo una crisis de vivienda fruto de las restricciones urbanísticas, pero también de la inseguridad jurídica en la que se encuentran los propietarios, la carga fiscal sobre el alquiler y la demonización del inversor.
No ayuda a la resolución de estos problemas la inflación sostenida y la falta de competencia real en muchos sectores que afecta a la vida de los ciudadanos.
Hay que acompañar los datos de crecimiento del PIB con una miradita a los bolsillos de los ciudadanos
¿Significa todo esto la vuelta de “los economistas cenizos”? ¿Soy culpable, como me acusan algunos, de alegrarme de que el panorama sea oscuro para criticar, por criticar? ¿Estoy a sueldo de algún enemigo del gobierno? No, en absoluto. Es verdad que hay datos macroeconómicos positivos. Pero seamos sensatos. Estos datos no significan nada si no se contextualizan.
Por ejemplo, parece que la inflación está controlada, si descontamos la incertidumbre geopolítica, que no es poca, y siendo conscientes de que los precios de alimentos y servicios crecen más rápido. También es verdad que el desempleo está disminuyendo. Pero mirar al desempleo juvenil es un dolor.
Y hay que acompañar los datos de crecimiento del PIB con una miradita a los bolsillos de los ciudadanos, o a las cifras de población en riesgo de pobreza. ¿Por qué? Porque nuestros salarios reales siguen por debajo del 2019.
La propia Unión Europea sigue advirtiendo que el crecimiento español se apoya en el consumo y el gasto público. No se puede pensar en crecimiento del PIB sin tener en cuenta la ayudita de los fondos europeos. Que, por cierto, han sido ejecutados en un 70%, a pesar de lo cual, la inversión productiva privada sigue por debajo de los niveles pre-Covid.
También leo y escucho a economistas explicar que nuestra deuda pública está estabilizada alrededor del 107% y que nuestro déficit público está en torno al 3% del PIB. Y es real. Pero ¿se ha reducido la deuda estructural? No. El ajuste se logra gracias a los ingresos récord vía impuestos.
En Europa se multiplican las normas mientras nos ahogamos en deuda y estamos a un paso de perder el tren tecnológico
¿Somos los únicos? No. Europa no está mejor orientada y se enfrenta a sus propios demonios: una deuda pública disparada (la media es del 90% del PIB), el envejecimiento, la fuga de talento, los problemas de financiación de la defensa, el espinoso tema de la inmigración ilegal y las fricciones políticas y sociales que genera, y las consecuencias económicas (aumento del gasto público) que pocos mencionan.
En Europa se multiplican las normas mientras nos ahogamos en deuda y estamos a un paso de perder el tren tecnológico. La Unión Europea regula más rápido que innova y eso significa que los incentivos a innovar en Europa se esfuman.
Además, hay que señalar el retraso en semiconductores, inteligencia artificial y capital riesgo, si nos comparamos con Estados Unidos y China. La decreciente competitividad me lleva a pensar que se ha acabado el tiempo de la poesía y la idealización europeísta y ha llegado el momento de dar la talla.
No son pocos los frentes económicos a los que nos enfrentamos en el segundo cuarto de siglo que estrenaremos en enero. Sin embargo, la mirada de los políticos españoles se dirige al infinito como si vivieran en un universo paralelo.
Por ser breve, expondré simplemente la lista de lo más relevante: los audios del “Koldo Gate” y sus derivadas judiciales; los choques entre los socios del gobierno, por un “quítame allá unos privilegios”; las reformas legales polémicas, por no decir escandalosas, como la amnistía, pero también, el control judicial, o el Consejo General del Poder Judicial.
No hay mejor política social que una economía que funcione
A todo ello hay que sumar la erosión generalizada de las instituciones, las crisis territoriales, el control de los medios de comunicación (véase Radio Televisión Española) y el uso partidista de las desgracias (véase las terribles inundaciones en Valencia y Castilla-La Mancha).
¿Cómo no estar distraídos? Recuerdo la frase del estratega de la campaña de Bill Clinton en 1992 que se hizo tan famosa, y con razón: “¡Es la economía, estúpidos!”.
Nuestro economista Enrique Fuentes Quintana, arquitecto de los Pactos de la Moncloa, expresó lo mismo en 1977, cuando advertía: “No hay libertad política sin estabilidad económica”. Y así estamos. Mientras discutimos de poder y pureza ideológica, la economía sigue esperando en la puerta a que alguien la tome en serio.
Tomarla en serio no es una cuestión de ideología, sino de responsabilidad. Significa crear confianza, reducir incertidumbre, dejar de legislar al calor del eslogan y mirar más allá del próximo titular. Porque no hay mejor política social que una economía que funcione.