El Gobierno de Pedro Sánchez lleva tres años sin presentar Presupuestos Generales del Estado. En lugar de convertir esa carencia en un revulsivo político, la ha transformado en una costumbre: un modo de operar en la excepcionalidad que, a base de repetirse, empieza a parecer normal. Pero no lo es.

Lo que estamos viendo no es política, sino táctica de resistencia. El Ejecutivo ha aprendido a funcionar sin someterse al control parlamentario real, amparado en tres pilares: los decretos ley, las dotaciones prorrogadas y los fondos europeos. Una arquitectura legal que sirve para gobernar sin molestar, sin negociar, sin asumir riesgos, y, sobre todo, sin retratarse.

Las partidas presupuestarias prorrogadas, junto a mecanismos excepcionales como ampliaciones de crédito o remanentes, permiten mantener el gasto mientras se finge estabilidad. Y si falta algo, están los fondos europeos, gestionados desde una discrecionalidad que empieza a oler a opacidad. Tal vez por eso la ejecución es tan pobre.

Pero que el país “siga funcionando” no significa que esté bien gobernado. Recordemos los meses que España seguía su día a día sin gobierno, caminando por pura inercia. Y no pasó nada. Pero tras años sin plan económico de gobierno, las cosas se están poniendo feas. No hay inversión nueva “real”, no hay capacidad de adaptación al contexto económico actual, y no hay respuesta institucional sólida ante los desafíos que llegan.

¿Y por qué no se presentan Presupuestos? Porque el bloque de investidura está hecho trizas. La tensión con los socios se disimula, pero no se disuelve. Gaza ha abierto una grieta política y moral que no se cierra con declaraciones de buena voluntad. Ione Belarra e Irene Montero marchan con la bandera palestina, y ya no sostienen al presidente como antes.

Especialmente tras aceptar el plan de paz del tan denostado presidente de Estados Unidos. ERC, Bildu, Compromís y hasta el PNV exprimen también el margen de presión mientras el PSOE calcula sus silencios y sus sobrecargadas exhibiciones internacionales.

Por si fuera poco, a esto se suma el desgaste por los casos de corrupción: Koldo, el hermanísimo, los chanchullos de la mujer, las declaraciones de Aldama.

La oposición está, pero está a lo suyo. El PP a unas cosas y Vox a otras. Y así seguimos

No hay un paso que se encamine hacia una España de progreso: las fricciones internas en política fiscal y energética, y la imposibilidad de contentar a todos a la vez sin un marco presupuestario que lo sustente lo impiden. No es la oposición. Que está, pero está a lo suyo. El Partido Popular a unas cosas y Vox a otras.

Y así seguimos. Como si el Estado fuera una comunidad de vecinos que sobrevive con la derrama del año pasado y la esperanza de que no reviente la caldera.Y las consecuencias no son solo contables sino profundamente estructurales.

Sé que los economistas nos repetimos en este punto, pero hay que seguir recordando lo que hay, aunque parezca que estamos en el desierto. Si no se renuevan los Presupuestos no se actualizan las prioridades de gasto, no se reasignan recursos conforme a los nuevos desafíos (ya sea el coste energético, la transición digital, o el envejecimiento), ni se anticipan shocks futuros.

Esto afecta directamente a la inversión pública, la planificación regional y a todos los sectores que dependen de contratos y programas plurianuales. La construcción, la innovación, la energía, la educación superior… Todos ellos reciben un mensaje de fondo: el Estado no se compromete con el futuro.

Desde el punto de vista institucional, la falta de Presupuestos erosiona la rendición de cuentas. El Parlamento pierde su herramienta principal de fiscalización. El Gobierno evita debates incómodos y bloquea el contraste público de su política fiscal. Y, sutilmente, se envía una señal peligrosa: la estabilidad institucional puede mantenerse sin el marco constitucional básico de unas cuentas aprobadas.

Por último, hay un precio reputacional que Europa y los mercados no ignoran. España está absorbiendo fondos europeos sin un marco presupuestario actualizado, gestionándolos desde el Ejecutivo con escasa transparencia y sin objetivos de país definidos. Esto mina la credibilidad exterior, especialmente si se pretende ser el motor económico de la UE. Y mientras tanto, se alardea de previsiones de crecimiento (algunas optimistas, otras forzadas), se amplifican los mensajes del FMI o de Bruselas, los premios, no se sabe a qué, pero que suenan bien.

El verdadero problema no es solo que el Gobierno de Pedro Sánchez haya optado por no presentar Presupuestos. El problema es que eso ya no escandaliza. Se ha convertido en paisaje. Frente a esto, la ciudadanía parece dividida entre el hastío y la resignación.

Grecia aprendió por las malas que no se puede vivir eternamente del endeudamiento, del maquillaje contable ni de las promesas políticas sin coste. Cuando llegó el momento de la verdad, tuvo que mirar cada euro que se gastaba, reconstruir su sistema estadístico, negociar con Europa y, con todos los matices que queramos, aprender a distinguir entre derechos y privilegios, entre gasto público y gasto clientelar.

Punto de ruptura

España aún no ha llegado a ese punto de ruptura. Pero quizá por eso mismo, porque todavía estamos a tiempo, conviene dejar de aplaudir cifras vistosas y empezar a exigir cuentas claras. No es solo una cuestión de Presupuestos: es una cuestión de madurez democrática.

El Gobierno tiene derecho a gobernar. Pero los ciudadanos tienen el derecho y el deber de desconfiar, preguntar, exigir. Porque en una democracia, el poder no reside en quien administra el dinero, sino en quien lo pone. Y en España, cada vez somos más los que queremos saber en qué se gasta, cómo se gasta y por qué no se debate.

No hay democracia sin presupuesto. Ni Gobierno sin control. Volver a contar los euros puede ser el primer paso para volver a contar los votos. Y, quizá, para volver a creer.