El presidente de Argentina, Javier Milei, y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump
Cuando ya todo el mundo, empezando por los grandes operadores en los mercados internacionales deuda, daba por muerto a Javier Milei y su experimento libertario en Argentina, Donald Trump ha concedido lanzarle un flotador monetario en el último segundo para que, al menos, logre mantener la cabeza por encima del nivel del agua antes de que se celebren las cruciales elecciones para la renovación parcial de diputados y senadores, que están previstas para finales de octubre.
En su día, el general De Gualle se refirió al peculiar estatus del dólar en tanto que moneda de reserva global, lo que él llamaba “privilegio exorbitante”, y lo hizo pensando en cosas como ese rescate que se acaba de decidir en la Casa Blanca.
Y es que, a fin de cuentas, el único coste efectivo para los Estados Unidos del compromiso de entregar hasta 20.000 millones de dólares a Argentina – el importe nominal del swap – podría ser en última instancia el derivado de los cilindros de papel blanco y los litros tinta verde necesarios para imprimir los billetes correspondientes.
Pero, más allá de la definitiva insignificancia del esfuerzo financiero para los prestamistas, la cuestión relevante remite a entender por qué Estados Unidos debería conceder ese tipo de favores a un país de su patio trasero en Sudamérica que, contra lo que sostiene la leyenda mítica tantas veces repetida, no posee ni en su suelo ni en su subsuelo riqueza alguna por la que ellos pudiesen andar interesados.
Porque Argentina no dispone de nada susceptible de suscitar apetitos expoliadores en el gigante del Norte. Y tampoco Milei, pese a sus denodados esfuerzos por aparentar lo contrario, encabeza un proyecto político similar al de Trump.
Las cosmovisiones de Trump y Milei, más allá de su común afición por la teatralidad mediática y el posado circense, son como el agua y el aceite
De hecho, ambos, Trump y Milei, encarnan visiones económicas no sólo distintas sino diametralmente opuestas.
¿Qué otra cosa representa Trump más que el afán expreso de demoler los principios no intervencionistas propios del orden económico liberal para sustituirlos por una suerte de neomercantilismo militarizado? Las cosmovisiones de Trump y Milei, más allá de su común afición por la teatralidad mediática y el posado circense, son como el agua y el aceite. Pero, entonces, ¿por qué el regalo?
Esa pregunta, la de los 20.000 millones, admite dos respuestas, ambas muy relacionadas entre sí. La primera se llama República Popular de China; la segunda conduce a una planta oleaginosa conocida por el nombre de soja.
Ocurre que el primer consumidor de soja en el mundo es China; y también ocurre que los mayores productores de soja en el mundo son Estados Unidos, Argentina y un miembro de los BRICS llamado Brasil.
No es de extrañar, pues, que la soja, además de constituir un alimento básico en la dieta de los cerdos y otros animales de granja, se haya convertido en un elemento estelar en la lucha de las superpotencias en su lucha por la hegemonía global.
La soja no constituya un producto más en la canasta de las exportaciones argentinas de comodities, sino el factor crítico del que depende la balanza comercial del país
Que la soja no constituya un producto más en la canasta de las exportaciones argentinas de comodities, sino el factor crítico del que depende la balanza comercial del país (la soja es, con gran diferencia, la principal fuente de dólares con que cuenta Argentina), algo que la ha convertido en el talón de Aquiles de todos los demás sectores de la economía, representa hoy una seria amenaza geoestratégica para Estados Unidos.
La dependencia argentina de la demanda china de soja para obtener divisas que, a su vez, permitan financiar los insumos importados que requiere su industria nacional a fin de no colapsar, un círculo cada vez más cerrado que posee su epicentro en la Plaza Roja de Pekín, genera preocupación en Washington.
Con Brasil convertido en uno de los pilares básicos de ese bloque liderado por Rusia y China, el que ya aspira a convertirse en una alternativa integral a lo que ellos llaman “el Occidente Colectivo”, un eventual ingreso de Argentina en los BRICS tras el retorno de los peronistas a la Casa Rosada ( Cristina Kirchner puso en marcha el proceso para la adhesión) supondría la demolición definitiva de la doctrina Monroe, la del célebre “América para los americanos”. Algo que Trump bajo ningún concepto estaría dispuesto a admitir.
Pero Argentina no sólo se antoja importante para Estados Unidos desde el punto de vista geoestratégico. Factores relacionados con su propia economía doméstica también fuerzan a que Trump no pueda mostrarse indiferente ante esa amenaza de un colapso monetario – el enésimo en la historia del país – que afronta el Ejecutivo de Milei; factores en los que, cómo no, también anda por medio la soja.
Ocurre que Trump ha provocado una tormenta perfecta para sus propios productores internos de ese producto. Porque quien cultive soja en cualquier rincón del planeta, sea donde sea, la acabará vendiendo en China.
Y los agricultores norteamericanos no están excluidos de esa norma general. Pero el Gobierno chino teme ahora, y seguramente no sin razón, que Estados Unidos podría volver a ordenar un embargo a la exportación de alimentos como mecanismo de presión política (ya lo hicieron con Mao en su momento).
Y de ahí que haya impuesto un arancel del 34% a la soja norteamericana con el propósito de desviar todas las compras de sus importadores hacia los mercados brasileño y argentino; un desastre ruinoso para el campo de Estados Unidos, la mitad de cuya producción total de soja se vendía hasta ahora en China.
He ahí, por cierto, la razón oculta de que Scott Bessent haya exigido a Milei que anule la bajada de impuestos a los exportadores de soja de la Pampa como condición para el rescate. Estados Unidos, por razones obvias, necesita que la soja de Argentina resulte más cara que la suya propia en los mercados internacionales. Nada es lo que parece.
Ya lo dijo el canciller británico Lord Palmerston, allá en el siglo XIX: “En política internacional no hay amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses permanentes”.
*** José García Domínguez es economista.