Donald Trump, presidente de EEUU.
Para ocupar tu siguiente puesto como líder multinacional, vas a dinámicas de desarrollo de liderazgo para aprender a integrar las diferencias de personalidades y a liderar en complejidad.
Y aunque figuraba en la agenda, te sorprendes del grado de contraste entre las personas: tantas cosas que para ti eran tan obvias como la ley de la gravedad, de una lógica aplastante, innegociables, se vuelven relativas a ojos de tus compañeros en cuanto rascas un poco.
Al final de estas dinámicas tendemos a aceptar las perspectivas de los demás como un mosaico que nos complementa y aporta colorido, pero que no nos cambia profundamente.
Aprendemos un código de tolerancia, prudencia e intercambio entre perfiles. Y nos maravillamos de lo que hemos crecido con este ajuste.
Esta mecánica individual no desaparece al cambiar de escala, sino que se dispara, al sumar a las diferencias de personalidad, el contraste de nacionalidades, culturas y civilizaciones: Netanyahu, Trump, Xi Jinping, Putin, Erdogan, Modi. Todos se miran el ombligo, y comparten esa certeza de contar con una verdad universal, desde su balcón nacional.
China promueve su modelo de desarrollo mientras Occidente detecta autoritarismo
En 1993, Samuel Huntington en "El choque de civilizaciones" planteó que los futuros conflictos serían entre civilizaciones con valores irreconciliables. Su tesis: las diferentes civilizaciones tendrían que aprender a convivir en intercambio pacífico o enfrentar el choque y la catástrofe.
Lo que para Occidente es universalismo —democracia, derechos humanos, mercados libres—, para el resto del mundo es imperialismo. Los occidentales creemos que los pueblos deben comprometerse con valores occidentales, pero cada civilización se cree portadora de la verdad universal. Los conflictos actuales confirman este patrón.
En Gaza, Israel defiende su derecho a la seguridad mientras gran parte del mundo reprobamos su actuación.
En Ucrania, Rusia habla de desnazificación mientras Occidente ve agresión imperialista. Estados Unidos exporta democracia mientras otros perciben invasión cultural. China promueve su modelo de desarrollo mientras Occidente detecta autoritarismo. Cada uno maneja datos irrefutables desde su balcón, se mira el ombligo, vive su lucha visceralmente.
No hay solución definitiva. Los ombligos mentales son inevitables y sumamente peligrosos. El único recurso táctico pasa por establecer zonas de convivencia, diálogo entre decisores y un código compartido que permita mantener el frágil equilibrio.
La hiperconectividad prometía mayor tolerancia
No podemos ponernos de acuerdo, pero, como en las dinámicas empresariales, debemos conseguir evitar conflictos y guerras, y preservar el mosaico desde la perspectiva de todos.
La filosofía de Huntington, atacada como conservadora hace 30 años, hoy suena casi progresista en la era de la globalización tecnológica.
Aquí surge la paradoja de nuestro tiempo: 4.690 millones de personas interconectadas, con acceso a realidades globales diversas. La hiperconectividad prometía mayor tolerancia.
En cambio, ha ocurrido lo contrario. Cada algoritmo nos devuelve a nuestra tribu, cada red social confirma nuestros sesgos, cada clic nos aleja del balcón ajeno. La tecnología no diluye identidades; las refuerza.
Basta observar el perfil de los "grandes" líderes actuales para llegar a esta conclusión.