Una de las noticias con las que ha comenzado el curso es la entrevista que el presidente del gobierno de España, que no convoca Debates sobre el Estado de la Nación en el Parlamento, es decir, ante los representantes del pueblo español, se ha dignado conceder a Pepa Bueno.

En la entrevista, Pedro Sánchez volvió a aplicar su fórmula: convertir cada crisis en una oportunidad para anunciar algo nuevo, negar que el sol sale por el Este y asegurar que hacen lo opuesto a lo que realmente están haciendo.

No vi la entrevista porque mi salud no me permite estresarme mucho y su voz y su actitud me enervan, pero la he leído.

Y de todas las cosas que podría comentar, que son muchas, voy a destacar solamente tres.

La primera es la tendencia continuista que consiste en la creación de comisiones y agencias inservibles, que chupan recursos y no resuelven.

Esta vez fue la creación de una “Agencia Estatal de Emergencias”, con apariencia de solución de Estado y tono de firmeza.

Pero bajo la superficie, el patrón se repite: otra capa de burocracia, ningún cambio de fondo, y una retórica que disimula la inacción.

El Gobierno anuncia una agencia que no estará operativa hasta dentro de meses, cuando ya existe una Ley del Sistema Nacional de Protección Civil que permite actuar con rapidez y coordinación.

¿Por qué duplicar estructuras en lugar de aplicar lo que ya tenemos? Es sólo un decorado institucional, y una excusa para que los seguidores ciegos tengan algo con lo que convencerse de que no les ha engañado.

La segunda cuestión relevante fueron sus palabras sobre los presupuestos generales del Estado.

La Comisión Europea los espera para evaluar la sostenibilidad fiscal del país, clave para mantener la confianza de los inversores y de los socios europeos.

¿Por qué duplicar estructuras en lugar de aplicar lo que ya tenemos? Es sólo un decorado institucional

El presidente habló de los presupuestos con un cinismo obsceno, y explicó que los presentará en su momento y que si no se aprueban no pasará nada.

Por si eso fuera poco, afirmó que convocar elecciones anticipadas paralizaría el país.

Como si no supiéramos todos que tener un plan financiero y económico apoyado por el Parlamento es un indicador de la salud democrática de un país.

Esa actitud junto con su afición a no dar explicaciones y a gobernar a decretazo limpio sitúan al presidente en el ámbito del autoritarismo democrático, valga el oxímoron.

Y, en tercer lugar, Sánchez volvió a presentarse como un líder que actúa con “contundencia” frente a la corrupción.

Sin embargo, no asumió ningún error ni en la gestión de incendios, ni en los múltiples escándalos de corrupción que salpican a su entorno, ni en la parálisis judicial que ha contribuido a alimentar.

La contundencia estriba, al parecer, en acusar a los jueces de hacer política, en prometer reformas sin calendario y en recurrir a comités y declaraciones genéricas para encarar cada crisis. El gesto sustituye al gobierno.

Este patrón político encuentra un eco sorprendente en un texto muy conocido de Adam Smith quien en La teoría de los sentimientos morales, describía a un tipo de gobernante que llamó el man of system, el “hombre de sistema”.

Decía Smith que se trata de un hombre “… tan enamorado de la supuesta belleza de su plan, que quiere imponerlo sin desviación, como si la sociedad fuera un tablero de ajedrez.

No considera que cada pieza tiene un principio de movimiento propio, distinto del que la mano del legislador le quisiera imponer.”

El man of system es un planificador soberbio que cree poder rediseñar la sociedad desde arriba, ignorando los incentivos, el conocimiento disperso y los comportamientos autónomos de los individuos.

En el caso de España, esa arrogancia no se expresa en grandes planes ideológicos, sino en la acumulación de parches institucionales, agencias nuevas, comisiones de seguimiento y respuestas simbólicas.

El man of system es un planificador soberbio que cree poder rediseñar la sociedad desde arriba, ignorando los incentivos

Es una versión posmoderna y vacía del hombre de sistema: sin grandeza ni plan, pero con afán de escenografía.

Lo que Smith advertía no era solamente el fracaso de los planes centralizados, sino su arrogancia: la pretensión de mover una sociedad compleja ignorando que cada persona, ya fuera juez, empresario o agricultor, tiene motivaciones propias.

Esa advertencia cobra fuerza en un país donde se proclama crecimiento económico, pero donde la renta per cápita apenas ha superado los niveles de 2008, la deuda pública roza el 110 % del PIB y la brecha con Europa se ensancha.

El problema no es el crecimiento, sino para quién. Los fondos europeos se ejecutan de forma desigual. Los subsidios se politizan. Las ayudas llegan tarde o mal. Y los ciudadanos perciben que el Estado es incapaz de proteger, de prevenir o de prever.

La incertidumbre jurídica y la hipertrofia normativa desincentivan la inversión, mientras los costes reales de los desastres (climáticos, judiciales o administrativos) recaen sobre los de siempre: los contribuyentes.

Y me pillo a mí misma releyendo a Smith y deseando que, además de arrogancia, al menos, tuvieran un plan, una hoja de ruta para sacar a España adelante.

Lo trágico es que ni siquiera estamos ante un verdadero man of system. No hay ni sistema ni estrategia, solo posados, giros de guion y la promesa de que esta vez sí.

La alternativa al gobierno del gesto vacío es un gobierno que respete los principios de la dinámica de una sociedad compleja: que entienda que la confianza no se decreta, que los incentivos importan, y que no todo se resuelve desde arriba.

Smith lo llamó orden espontáneo. Tal vez podríamos llamarlo madurez democrática. Hasta entonces, seguiremos siendo piezas movidas al ritmo de un poder que ni juega bien al ajedrez ni respeta sus reglas.