Mucha gente sigue confundiendo “el navegador” con “Internet”, o incluso la caja de búsqueda de Google con el propio navegador. Es un error de concepto que se arrastra desde hace más de dos décadas y que explica en gran medida la lentitud de los cambios en este mercado: aceptamos sin rechistar lo que viene preinstalado en nuestro dispositivo, y rara vez nos planteamos la posibilidad de instalar o usar otra cosa.
Esa inercia es, en buena parte, la razón por la que Google Chrome domina con una cuota aplastante, y por la que Microsoft o Apple mantienen posiciones secundarias gracias a Edge y Safari, no tanto por mérito tecnológico como por simple preinstalación.
Ahora, la irrupción de la inteligencia artificial está agitando este escenario. Hasta hace muy poco, el navegador parecía un producto maduro, condenado a una evolución incremental: más rápido, más seguro, con pequeños añadidos de conveniencia.
Ahora, de repente, se convierte en terreno de batalla estratégica, porque controlar el navegador equivale a controlar la puerta de entrada a la atención de millones de usuarios.
En un mundo en el que cada vez más tareas se delegan a sistemas generativos, agentes inteligentes o asistentes que automatizan funciones, la pregunta ya no es solo qué navegador usaremos, sino si el concepto mismo de navegador seguirá siendo reconocible.
Chrome no es simplemente un navegador, es el punto de acceso que millones de usuarios abren cada mañana
La hipótesis que manejan algunas compañías emergentes es clara: si la gente empieza a resolver sus necesidades a través de interfaces conversacionales o agentes de inteligencia artificial, la navegación tradicional pierde protagonismo. Ya no se trataría de abrir pestañas, buscar información o comparar páginas, sino de pedir a la inteligencia artificial que lo haga por nosotros.
Ese modelo, en el que la máquina visita sitios, interpreta contenidos y nos ofrece la respuesta empaquetada, amenaza directamente la forma en que se ha sostenido la publicidad en internet durante dos décadas. Menos búsquedas equivalen a menos clics, menos páginas vistas y, por tanto, menos ingresos.
De ahí que veamos movimientos tan llamativos como la reciente oferta de Perplexity para hacerse con Chrome, o los rumores de que OpenAI prepara su propio navegador. ¿Tiene sentido pensar en startups pujando por un software que parecía casi aburrido?
La respuesta está en el valor de la distribución: Chrome no es simplemente un navegador, es el punto de acceso que millones de usuarios abren cada mañana. Quien controle eso, controla una parte decisiva del negocio digital. Y si además logra asociar esa experiencia con funciones de inteligencia artificial que realmente marquen la diferencia, podría reconfigurar un mercado que parecía inmutable.
Ahora bien, conviene matizar. El cambio tecnológico puede ser rápido, pero el cambio cultural de los usuarios rara vez lo es. No basta con que existan navegadores con funciones avanzadas de inteligencia artificial. La mayoría de la gente seguirá utilizando lo que ya conoce y tiene instalado. Y cuando detecte que un competidor empieza a amenazar de verdad su cuota, Google reaccionará.
Los navegadores con funciones de inteligencia artificial son todavía un producto para entusiastas o profesionales dispuestos a pagar por ello
No hay duda de que Chrome integrará herramientas generativas en cuanto lo considere necesario, y lo hará con la escala y la agresividad comercial que solo un gigante puede desplegar. Lo que hoy parece un experimento de nicho en Comet, Opera, Brave o Arc, mañana puede convertirse en estándar de facto en Chrome.
El problema de fondo, sin embargo, va más allá de la tecnología. Confiar en un navegador que incorpora inteligencia artificial de una empresa cuyo modelo de negocio es espiarte y vender tu información no es precisamente un buen trato para el usuario.
Aquí reside un dilema clave: la utilidad de la inteligencia artificial frente a la confianza en la privacidad.
Para los usuarios más expertos, la idea de entregar todavía más datos a Google, o a una compañía como Perplexity cuyo modelo de monetización también descansa en la explotación de la atención, es simplemente inaceptable. Para el gran público, en cambio, esa preocupación se diluye: si el sistema funciona, ahorra tiempo y viene preinstalado, el problema de la privacidad sigue sin ser un factor determinante. Una simple cuestión de ignorancia.
Hoy, los navegadores con funciones de inteligencia artificial son todavía un producto para entusiastas o profesionales dispuestos a pagar por ello. Perplexity Comet cuesta más de lo que la mayoría estaría dispuesta a desembolsar, y otros proyectos similares se mantienen en fase experimental.
La revolución de los navegadores no será tanto tecnológica como cultural
Mientras tanto, Chrome sigue reinando en los ordenadores y Safari en los iPhone, sin que el usuario medio perciba razones de peso para cambiar. Esa es, en última instancia, la gran barrera de entrada: no es un desafío tecnológico, sino psicológico y cultural.
El futuro del navegador dependerá de una combinación de factores: que la inteligencia artificial integrada aporte un valor claro en términos de productividad, que la privacidad deje de ser una asignatura pendiente y que la confianza del usuario se convierta en un recurso escaso y apreciado. Si esas tres condiciones se cumplen, podríamos estar ante un cambio de paradigma que desplace a Chrome de su trono.
Si no, lo más probable es que veamos una adaptación paulatina, con Google integrando prestaciones de inteligencia artificial de forma progresiva, y los usuarios aceptando esas mejoras como un simple añadido a lo que ya usaban.
La revolución de los navegadores no será tanto tecnológica como cultural. La pregunta no es solo si los navegadores van a cambiar con la inteligencia artificial, sino si nosotros vamos a cambiar con ellos. Porque mientras sigamos creyendo que “Internet” es lo que aparece en la ventanita de Google Chrome, las posibilidades de disrupción seguirán limitadas.
La verdadera metamorfosis llegará sólo cuando entendamos que el navegador es un intermediario, y que en ese intermediario, en esa capa, se juegan hoy la privacidad, la confianza y la manera en que dedicamos nuestra atención. Hasta que esa conciencia no cale, el dominio de Chrome seguirá pareciendo tan natural como abrir el grifo del agua.
***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.