La geopolítica tecnológica de Estados Unidos se ha convertido en una tragicomedia en la que las sanciones y restricciones se presentan como firmes y decididas… hasta que alguien importante llama por teléfono, visita la Casa Blanca, hace un regalo costoso o simplemente le cae bien al presidente de turno.

La historia reciente de Nvidia y sus chips H20 es el último episodio de esta farsa, y deja bien claro hasta qué punto las decisiones estratégicas norteamericanas tienen más que ver con el capricho, la improvisación y el chantaje que con una política exterior coherente o con la defensa de la seguridad nacional. 

Jensen Huang, el carismático CEO de Nvidia, se reunió dos veces en las últimas semanas con Donald Trump, quien tras haber prohibido la exportación de los chips H20 a China (una versión deliberadamente limitada del hardware más potente de la compañía, diseñada expresamente para cumplir con las restricciones previas) decidió cambiar de opinión y permitir su venta tras charlar amigablemente con Huang en el Despacho Oval.

Una licencia que parecía congelada por motivos de seguridad nacional terminó apareciendo, por arte de magia, dos días después de la última reunión. ¿El procedimiento? Opaco. ¿El criterio? Ninguno. ¿La consecuencia? Devastadora para cualquiera que intente tomarse en serio las normas del juego que impone Washington.

Mientras Nvidia recupera el acceso a un mercado que podría suponer 50,000 millones de dólares en los próximos dos o tres años, otras empresas, como la neerlandesa ASML, siguen pagando religiosamente el precio de tener que alinearse con el matón del patio.

El argumento habitual para justificar las sanciones a China es que sus avances podrían tener aplicaciones militares

Obligada a cortar ventas de sus máquinas de litografía ultravioleta profunda (DUV) a China, aunque, paradójicamente, no de las más avanzadas EUV, porque esas ni siquiera les dejan fabricarlas para el mercado chino, ASML está perdiendo contratos, relevancia y competitividad en el que es, por tamaño, el mayor mercado de semiconductores del planeta.

Y todo para obedecer sin rechistar a un país que actúa bajo el principio de “America First”, que en realidad significa “me importa un bledo tu estúpido país”. 

¿Por qué a Nvidia sí y a ASML no? ¿Por qué una empresa americana puede sortear sanciones con un par de visitas y gestos de complicidad, mientras una europea tiene que ver cómo se le escapan oportunidades de negocio, tecnología y liderazgo sin posibilidad de réplica? La respuesta es clara: porque en este tablero, solo gana quien reparte las cartas. El resto, obedecemos. 

El problema no es solo de justicia o de equidad entre aliados. Es un problema de inteligencia estratégica. En un momento en el que la inteligencia artificial, la soberanía tecnológica y la fabricación avanzada de chips se han convertido en ejes centrales del poder global, lo último que necesitamos es una política dictada por impulsos, egos o amistades personales. Necesitamos estabilidad, previsibilidad, y, sobre todo, un terreno de juego en el que las reglas sean las mismas para todos. 

El argumento habitual para justificar las sanciones a China es que sus avances podrían tener aplicaciones militares. Una preocupación posiblemente incluso legítima… si no fuera porque las sanciones mal planteadas lo único que consiguen es acelerar el desarrollo doméstico chino, empujándolo a invertir más, a colaborar internamente y a reducir su dependencia.

El liderazgo tecnológico no puede seguir dependiendo de los vaivenes emocionales o electoralistas de un país cuya política internacional es cada vez más errática

El propio Jensen Huang lo advirtió en mayo: las restricciones estadounidenses han provocado que Huawei y otras compañías chinas aceleren su innovación, ganando cuota de mercado y avanzando en su autonomía. ¿Resultado? Nvidia ha pasado del 95% al 50% de participación en el mercado chino de inteligencia artificial en solo cuatro años. Bravo. 

Mientras tanto, ASML se ve obligada a cortar el suministro de equipos con los que China podría estar fabricando chips de 2 nanómetros o menos, lo que no evita que los sigan intentando  fabricar de todos modos, pero sí que lo hagan con máquinas fabricadas por la empresa neerlandesa. Un clásico tiro en el pie, cortesía de Washington. 

El mundo necesita contrapesos. El liderazgo tecnológico no puede seguir dependiendo de los vaivenes emocionales o electoralistas de un país cuya política internacional es cada vez más errática. China no es la panacea, ni un socio fácil, pero en muchos frentes empieza a ser un socio razonable.

Cooperar con ellos, en lugar de intentar absurdamente bloquearlos y aislarlos,  puede traer más beneficios globales que insistir en una Guerra Fría tecnológica que nadie va a ganar, y que solo sirve para dañar a empresas, obstaculizar la innovación y ralentizar los avances científicos.

Nadie dice que debamos fiarnos ciegamente de China, ni que no haya que tener cuidado con la proliferación tecnológica. Pero sí podemos aspirar a un mundo más equilibrado, menos dependiente del capricho norteamericano y más basado en el interés mutuo y en la colaboración.

Y para eso hace falta una Europa valiente, que se atreva a defender su industria, sus valores y sus intereses, aunque eso implique decir “no” a Washington de vez en cuando.

Porque si la soberanía tecnológica europea va a estar siempre supeditada a los celos, a la tontería, a los castigos o a los indultos del presidente estadounidense de turno, no es soberanía: es sumisión.

Y si encima es una sumisión inútil, que ni siquiera sirve para frenar a China, sino para regalarle el liderazgo a otros… entonces es simplemente estúpida. 

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.