La persistente y preocupante atonía de la inversión privada en España no es un residuo de la crisis de 2020, sino el resultado de una política económica deliberada que ha optado por sacrificar el crecimiento a largo plazo y la productividad en favor de objetivos cortoplacistas y de una agenda ideológica.

El Gobierno no ha sido un mero espectador de este estancamiento inversor, sino el principal arquitecto de un entorno hostil para el capital, la innovación y la creación de riqueza. Los datos económicos confirman una anomalía que no tiene precedentes en la historia reciente de España y que, de no corregirse, hipotecará el futuro de varias generaciones.

Mientras el Producto Interior Bruto (PIB) de España ha logrado recuperar y superar los niveles de 2019, la inversión productiva se ha quedado estancada en un limbo peligroso. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y del Banco de España se mantiene significativamente por debajo de los niveles pre-pandemia, alrededor del 10 por 100 en términos reales respecto a 2019.

Esta cifra no tiene consecuencias negativas a corto plazo en el espejismo del crecimiento económico gubernamental. Pero tiene consecuencias demoledoras porque refleja la falta de modernización del tejido productivo, lo que tendrá efectos muy negativos a lo largo de los próximos años.

Sin nueva maquinaria, tecnología e innovación, la productividad de las empresas no mejorará, lo que condena a la economía a un crecimiento basado en la mera acumulación de empleo de bajo valor añadido y del trinomio gasto-déficit-deuda que resulta insostenible. Por tanto, la debilidad de la inversión privada no es casual, sino el resultado directo de una serie de decisiones políticas que han generado un clima de inseguridad y desconfianza. 

De entrada, este Gobierno ha aplicado una fiscalidad punitiva. No sólo ha subido los impuestos con una intensidad inédita a las compañías, sino que su estrategia tributaria no obedece sólo a criterios recaudatorios, sino encarna una ideología que demoniza el beneficio empresarial, esencia de una economía de mercado.

Esta política vampiresca ha destruido la confianza y la previsibilidad fiscal, obligando a las empresas a operar en un escenario donde las reglas del juego pueden cambiar de un día para otro en función del interés político.

El Gobierno ha incrementado la presión fiscal sobre las compañías y ha multiplicado las regulaciones en todos los sectores

El Gobierno ha incrementado la presión fiscal sobre las compañías, elevando el tipo efectivo del Impuesto de Sociedades y limitando / eliminando todos los mecanismos que permitían aligerar su carga tributaria real.

Esta política reduce la rentabilidad de las inversiones y desincentiva la reinversión de beneficios en tecnología y crecimiento, obligando a las empresas a recortar gastos o a buscar refugio en otros países con un marco fiscal más favorable.

El Gobierno ha multiplicado las regulaciones en todos los sectores, desde la vivienda hasta el mercado laboral. La Ley de Vivienda, por ejemplo, ha paralizado la inversión en el mercado de alquiler, mientras que los continuos cambios en la normativa laboral generan desconfianza y hacen más costoso y arriesgado contratar personal.

La inversión exige estabilidad del marco regulatorio. De lo contrario es imposible planificar a medio-largo plazo con unas garantías-reguridad mínimas.

Obstáculo

La Administración Pública española sigue siendo un obstáculo monumental para la inversión. La tramitación de licencias, permisos y subvenciones es un proceso lento, opaco y, a menudo, políticamente sesgado. Esta barrera administrativa disuade a los inversores, que prefieren entornos donde la eficiencia y la transparencia son la norma. Y este marco se ha deteriorado de manera significativa durante el mandato Sánchez conforme a todos los rankings y estándares internacionales.

Los fondos europeos, la mayor inyección de capital recibida por España en décadas, se están gestionando con una ineficacia que bordea la negligencia.

La lentitud en la asignación y ejecución de los fondos es patética y el acceso del sector privado a esa fuente de financiación es marginal. Se corre el riesgo real de perder una parte significativa del dinero por la incapacidad de la administración para gestionarlo.

Hasta la fecha, el Gobierno social comunista ha fracasado en su principal misión: utilizar los fondos para movilizar a la inversión privada en proyectos transformadores.

En lugar de grandes iniciativas, los fondos se han fragmentado en un sinfín de pequeñas subvenciones de bajo impacto, a menudo con un enfoque electoralista y un sesgo ideológico. Los PERTEs, que debían ser la punta de lanza de la modernización, no han logrado generar confiamza y la participación masiva del sector privado.

El diagnóstico es claro: el Gabinete Sánchez no ha sido un mero espectador de la atonía de la inversión privada, sino un actor clave en su asfixia. La combinación de una fiscalidad punitiva, una inseguridad jurídica creciente y una gestión catastrófica de los fondos europeos ha creado un cóctel letal para el crecimiento.

La inversión privada está estancada porque se han destruido las condiciones que necesita para florecer. Al elegir un modelo económico basado en el intervencionismo y la redistribución a corto plazo, el Gobierno ha amputado el motor que debería llevar a España a un futuro de prosperidad.

La consecuencia es una economía con baja productividad, menos competitiva y peligrosamente dependiente del gasto público. España está hipotecando su futuro por una estrategia política que ha priorizado la ideología sobre la economía.