Entorno urbano

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Opinión

Clima, ciudad y capital: el nuevo triángulo estratégico

Ricardo Pedraz González
Publicada

Las ciudades concentran la mayor parte de la actividad económica global y también una proporción significativa de las emisiones de gases de efecto invernadero. Unas tres cuartas partes de las emisiones globales están asociadas al consumo urbano de energía y recursos, desde la edificación hasta la movilidad, pasando por el agua, los residuos y la logística urbana.

Esta realidad convierte a las ciudades en un espacio crucial para alcanzar los objetivos climáticos globales, pero también en un escenario privilegiado para el despliegue de capital orientado a la transición.

Invertir en la descarbonización urbana no es solo un imperativo medioambiental, es una decisión con lógica financiera. Las inversiones en eficiencia energética, electrificación de la movilidad, rehabilitación de edificios o renovación de infraestructuras urbanas generan retornos tangibles y medibles: desde la reducción del gasto energético hasta la mejora de la salud pública, pasando por el aumento de la productividad urbana y la revalorización de activos.

El Banco Mundial estima que cada euro invertido en infraestructura resiliente y baja en carbono puede generar hasta 4 dólares en beneficios agregados.

No obstante, los costes de la inacción son también significativos. La exposición urbana a riesgos físicos como olas de calor, inundaciones o degradación ambiental puede derivar en pérdidas patrimoniales, encarecimiento de seguros y pérdida de valor inmobiliario.

La transición hacia la neutralidad climática en las ciudades exige movilizar recursos a gran escala

Por su parte, la persistencia de modelos urbanos dependientes de energías fósiles genera costes ocultos como la pobreza energética, la congestión o la contaminación atmosférica, con impactos negativos sobre la productividad y el gasto sanitario.

La transición hacia la neutralidad climática en las ciudades exige movilizar recursos a gran escala. Una ciudad media necesitará entre 10.000 y 30.000 millones de euros hasta 2050 para cumplir con su hoja de ruta climática.

Esto supone movilizar entre 400 y 1.200 millones anuales en promedio, con una senda de inversión creciente. No es un objetivo fácil, pero que sea viable económicamente lo hace algo más factible.

Pero ¿quién debe actuar? La respuesta no es un actor único, sino una arquitectura compartida. Los ayuntamientos disponen de competencias sobre activos estratégicos (edificios, alumbrado, flotas, suelo) y pueden liderar con inversión directa, como demuestra la financiación sostenible por parte de ciudades grandes como París o medianas como Uppsala.

Además, pueden movilizar al sector privado a través de la regulación, la contratación o la concesión. Empresas gestoras de residuos, agua o transporte pueden ser obligadas a incorporar tecnologías de baja emisión, como la recogida inteligente, el biogás o la electrificación de flotas. Ciudades como San Sebastián han comenzado a implementar estas exigencias en sus nuevos contratos.

La descarbonización urbana es, en definitiva, una oportunidad de reposicionar el papel de la ciudad en la economía global, no como espacio pasivo frente a la crisis climática

La colaboración con el tejido empresarial innovador es otro eje clave. Apoyar a startups que ofrecen soluciones digitales para la eficiencia, nuevos modelos de movilidad, o tecnologías constructivas sostenibles permite acelerar la descarbonización y generar economía local.

Esto puede hacerse mediante hubs urbanos como el Impact Hub Berlin - Climate Tech, contratación pública innovadora o el acceso temporal al parking público de vehículos eléctricos.

Asimismo, el ayuntamiento puede orientar el comportamiento del mercado mediante incentivos y restricciones: permisos de edificación condicionados al rendimiento energético, bonificaciones en el IBI, o zonas de bajas emisiones son ya herramientas consolidadas en muchas ciudades europeas.

Para que este engranaje funcione, es necesaria una convergencia real entre las agendas del sector público y del capital privado. El diseño de instrumentos financieros adecuados —desde bonos verdes hasta mecanismos de financiación con garantía pública— debe facilitar la participación de inversores institucionales, entidades de crédito y aseguradoras.

La claridad regulatoria, la calidad de los proyectos, la medición de impacto y la estabilidad política son condiciones habilitadoras para canalizar flujos de inversión hacia la transición urbana.

Numerosos estudios de la OECD o el BEI coinciden en que las ciudades que lideren esta transformación atraerán más inversión, generarán más empleo y ofrecerán una mayor calidad de vida.

La descarbonización urbana es, en definitiva, una oportunidad de reposicionar el papel de la ciudad en la economía global, no como espacio pasivo frente a la crisis climática, sino como agente activo de cambio, capaz de convertir la inversión sostenible en un nuevo contrato social urbano.

En este contexto, para los inversores, gestores públicos y entidades financieras, la pregunta clave no es si deben implicarse en esta transición. La cuestión es cómo anticiparse, colaborar y liderar un proceso que es inevitable, pero que también es una oportunidad para revalorizar activos, reducir riesgos y construir valor en el tiempo.

Porque, al fin y al cabo, las ciudades no solo deben adaptarse al clima, sino también al capital. Las que sepan alinear ambición climática con lógica financiera serán más atractivas, más resilientes y más prósperas. Y serán también las que marquen el paso de la economía urbana en el siglo XXI.

*** Ricardo Pedraz González es profesor de Afi Global Education.