Hay algo profundamente inquietante en ver cómo una de las democracias más avanzadas del mundo se desliza, sin freno y con aparente entusiasmo, hacia una distopía autoinfligida.
Lo que está ocurriendo en Estados Unidos bajo el liderazgo de Donald Trump, y más alarmante aún, con el apoyo entusiasta de millones de votantes, es una especie de alucinación colectiva que está devolviendo al país a un pasado que creíamos superado: más enfermedades, más contaminación, más negacionismo científico y una economía que, lejos de fortalecerse, se erosiona desde dentro.
La imagen que evoca Estados Unidos hoy no es la de Silicon Valley, ni la de la maltratada Harvard o la del MIT. Es la de Gilead, la teocracia opresiva de “El cuento de la criada” de Margaret Atwood: un país autoritario, retrógrado, donde la evidencia científica se desprecia, el conocimiento se censura, y la política pública se dicta desde la superstición y el resentimiento.
La reciente tragedia en Kerr County, Texas, donde unas inundaciones repentinas mataron al menos a noventa personas y arrastraron a niños de apenas ocho años, ilustra el problema de la forma más macabra posible: ¿podría haberse previsto mejor ese desastre? Probablemente sí. ¿Podrían haberse emitido alertas más efectivas? Es posible.
Pero lo que resulta indiscutible es que, en medio de una emergencia climática cada vez más agresiva, el presidente de ese país ha decidido eliminar por completo el presupuesto para la investigación climática, reducir la dotación de personal en los servicios meteorológicos y desmantelar las capacidades científicas que permiten anticipar este tipo de catástrofes.
Es el rechazo visceral a todo lo que huela a ciencia, a datos, a expertos
Todo esto no responde a criterios económicos ni técnicos: es ideología en estado puro. Es una cruzada populista y anti-intelectual que busca validar las convicciones de una base electoral que vive ajena a la realidad, encerrada en burbujas informativas alimentadas por redes sociales y medios cómplices.
Es el rechazo visceral a todo lo que huela a ciencia, a datos, a expertos. Un intento deliberado de borrar del mapa cualquier conocimiento que contradiga una visión del mundo simplista, nostálgica y profundamente peligrosa.
El negacionismo climático es solo una parte del problema. En estos últimos meses hemos visto cómo el Departamento de Salud del gobierno de Trump eliminaba las suscripciones a algunas de las mejores revistas científicas como Nature, calificándolas de “ciencia basura”.
Hemos visto cómo la administración intentaba prohibir los suplementos de flúor para los niños, alimentando teorías conspiranoicas que creíamos confinadas a los foros más marginales de internet.
Y mientras tanto, los brotes de sarampión en Estados como Texas y Kansas superan cifras que no se veían desde la década de los 90, como consecuencia directa del fomento de las absurdas y acientíficas teorías de los anti-vacunas.
Lo que estamos viendo no es un simple ciclo político. Es una transformación profunda, una mutación cultural que difícilmente podrá revertirse a corto plazo
¿Estamos hablando de una política pública razonable? ¿De un proyecto de país sostenible? No. Estamos presenciando cómo un gobierno se convierte en un arma contra su propia ciudadanía, saboteando la salud pública, la investigación científica y la educación ambiental simplemente para complacer a una masa de votantes que ha sido entrenada para desconfiar de todo lo que huela a “élite” o “experto”.
Y lo más desesperante es que todo esto ocurre en un mundo hiperconectado. Las evidencias están ahí. Cualquiera con acceso a internet puede ver cómo los indicadores de salud pública empeoran, cómo el clima extremo se intensifica, cómo otros países avanzan mientras Estados Unidos retrocede.
Pero para millones de estadounidenses, ninguna de estas pruebas importa. Prefieren seguir defendiendo a su presidente como si fuera un líder mesiánico, aunque sus decisiones estén poniendo en peligro sus propias vidas.
El resultado es una regresión acelerada hacia un modelo de país que nadie en su sano juicio elegiría voluntariamente. Estados Unidos, que en otros tiempos lideró la exploración espacial, la medicina moderna y la informática, se convierte ahora en una nación donde se criminaliza el conocimiento, se premia la ignorancia y se desmantelan los cimientos de la sociedad moderna en nombre de una supuesta "libertad" malentendida.
Mientras tanto, los efectos no se hacen esperar. Más muertes por enfermedades prevenibles. Más catástrofes climáticas sin capacidad de respuesta. Más niños sin vacunas.
Más comunidades desinformadas, vulnerables y abandonadas. Una economía que, lejos de fortalecerse con estas medidas, pierde competitividad y se aísla en un mundo que avanza sin esperar.
Lo que estamos viendo no es un simple ciclo político. Es una transformación profunda, una mutación cultural que difícilmente podrá revertirse a corto plazo. Cuando un país decide en las urnas renunciar a la ciencia, a la lógica, a la evidencia, lo que queda es el terreno fértil para el autoritarismo, la superstición y el desastre. Y lo peor es que ni siquiera vale para que otros países aprendan de la experiencia.
Y eso, desgraciadamente, es lo que representa hoy Estados Unidos: un país que, a pesar de todas las advertencias, ha elegido despeñarse hacia el abismo con los ojos bien abiertos. Y que arrastra consigo, en ese proceso, a buena parte del mundo.
***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.