Hace una semana escribí en esta misma columna sobre el capitalismo de amiguetes, esa forma de capitalismo adulterado en la que las empresas no compiten en el mercado, sino en los pasillos del poder.

Hoy, sin embargo, toca hablar de su reverso: de lo que ocurre cuando una empresa solvente toma una decisión estratégica legítima, autorizada por los organismos competentes y el poder político intenta frenar esa decisión con criterios que nada tienen que ver con la competencia o el interés general.

La opa hostil de BBVA sobre el Banco Sabadell no es solo una operación financiera: se ha convertido en el escenario de un conflicto profundo entre la libertad empresarial y la lógica política. Un banco privado, con solvencia contrastada, decide que quiere adquirir otro banco también privado.

La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) da su visto bueno, y el Banco Central Europeo no pone objeciones.

Incluso la Comisión Europea, que lleva años pidiendo consolidación bancaria en la eurozona, aplaude la dirección de la operación. ¿Qué podría salir mal?

Una decisión que no solo carece de justificación técnica, sino que se alinea sospechosamente con el calendario electoral catalán

La respuesta está en la Moncloa. El Gobierno, lejos de limitarse a velar por el cumplimiento técnico y normativo, ha introducido, entre otras, una condición insólita: permitir la opa, pero forzar que BBVA y Sabadell sigan funcionando como entidades separadas durante al menos tres años, prorrogables a cinco.

Una decisión que no solo carece de justificación técnica, sino que se alinea sospechosamente con el calendario electoral catalán.

Este artículo no pretende ignorar los riesgos de una fusión bancaria. Pero sí plantea una pregunta incómoda: ¿Hasta qué punto puede un gobierno legítimo condicionar las decisiones de una empresa privada, aun cuando esas decisiones han sido validadas por los reguladores independientes y por Bruselas?

Porque cuando lo hace por razones políticas, la línea entre el interés general y el interés partidista se vuelve peligrosamente difusa.

Para entender la extraña condición impuesta por el Gobierno, como es permitir la opa, pero bloquear la fusión efectiva durante años, hay que mirar más allá de la economía. Concretamente, a la política catalana.

Sabadell ha conservado ese vínculo emocional con Cataluña

Porque hablar del Banco Sabadell no es solo hablar de una entidad financiera. Es, ante todo, hablar de un símbolo: el banco catalán por excelencia, percibido, todavía hoy, como un emblema económico del territorio.

Aunque las próximas elecciones autonómicas en Cataluña no están previstas hasta 2028, la batalla por el relato ya ha comenzado. En ese contexto, conservar el “Banco Sabadell” como entidad autónoma, con su marca, su red y su arraigo en el territorio, es una victoria simbólica de gran valor para los socios del Ejecutivo: desde el PSC de Salvador Illa hasta Esquerra Republicana o Sumar.

A diferencia de otros bancos que han perdido progresivamente su identidad regional a medida que crecían, como el propio BBVA, Sabadell ha conservado ese vínculo emocional con Cataluña.

Incluso después de trasladar su sede por la incertidumbre del procés, su retorno ha sido interpretado como un gesto de reconciliación y reafirmación territorial.

En un contexto político tenso, mantener viva su marca es un acto de narrativa simbólica para muchos actores políticos y sociales de la región. Pero se hace a costa de transgredir la libertad empresarial y la propiedad privada.

En una economía de mercado, las empresas deben tener la libertad de tomar decisiones estratégicas

¿Qué pasaría si el gobierno no se hubiera entrometido? Pues que los accionistas, es decir, los propietarios, del Banco de Sabadell decidirían, vendiendo sus acciones o no, el futuro de la opa.

Las condiciones impuestas por el Consejo de Ministros representan una clara injerencia política en una operación de mercado. Estas medidas no solo reducen las sinergias económicas esperadas, sino que también limitan la capacidad de los accionistas de Sabadell para decidir libremente sobre la oferta.

Como señala Nell Minow, experta en gobierno corporativo, "la mejor manera de mantener un crecimiento económico robusto es permitir que el mercado permanezca lo más libre posible de interferencias políticas".

Al imponer restricciones que podrían hacer inviable la operación, el gobierno español parece priorizar consideraciones políticas sobre los intereses de los inversores y la eficiencia del sector bancario.

Efectivamente, en una economía de mercado, las empresas deben tener la libertad de tomar decisiones estratégicas, incluso si esas decisiones son arriesgadas o impopulares.

La única responsabilidad social de una empresa es aumentar su valor para los accionistas

Esa libertad es la que permite que los recursos se asignen eficientemente, que los riesgos se repartan entre quienes los asumen voluntariamente (es decir, los accionistas) y que las empresas evolucionen o desaparezcan según su desempeño, no según el clima político.

Este principio ha sido defendido desde múltiples corrientes del pensamiento económico desde una perspectiva liberal clásica: la única responsabilidad social de una empresa es aumentar su valor para los accionistas, siempre que respete las reglas del juego, es decir, competir libremente, sin fraude ni coerción.

Peter Klein, economista de la Escuela Austriaca y estudioso de la función empresarial, defiende que el empresario es esencialmente un tomador de decisiones en entornos de incertidumbre. No responde a incentivos políticos, sino a señales de mercado.

En su visión, la empresa no es una institución subordinada al Estado, sino un nodo dinámico donde se coordina el conocimiento disperso de empleados, proveedores, clientes e inversores. Y así debería ser.

¿Puede un gobierno democrático condicionar decisiones empresariales validadas por los organismos competentes, simplemente porque le resulta electoralmente conveniente?

Si la respuesta es afirmativa, entonces la libertad empresarial deja de ser un pilar del sistema para convertirse en una concesión revocable.

Y si la respuesta es negativa, más nos vale defenderla antes de que se diluya en un cálculo de partido.