Noruega lleva ya muchos años demostrando que la electrificación total del transporte no es una utopía: en abril superó el 97% de cuota para los eléctricos puros, y en los modelos más vendidos la combustión ya es una simple anécdota.

Allí, la combinación de incentivos fiscales bien diseñados, una red de carga que abarca desde los supermercados a las carreteras secundarias y una narrativa social que normaliza enchufar el coche ha conseguido que el viejo motor de pistones resulte tan exótico como un VHS.

El conductor noruego ya no pregunta dónde cargar, sino cómo aprovechar al máximo tarifas que premian la flexibilidad y la gestión inteligente de la demanda.

En China, la popularidad del vehículo eléctrico, tanto eléctricos puros como híbridos enchufables, roza ya la mitad del mercado y, lejos de frenarse, se acelera: desde 2024 se matriculan más de diez millones de eléctricos al año, y el país fabrica casi tantos como el resto del mundo junto.

Visitar plantas de BYD, Nio o Xiaomi se ha convertido en China en un plan de turismo de fin de semana: pasillos elevados para ver robots que trabajan en penumbra a ritmos casi hipnóticos y tasas de automatización que superan el 90%.

Los Estados Unidos, cuna de Tesla y tierra de la pick-up, apenas superaba el 8% de cuota para los eléctricos puros al cierre de 2024

La industria china muestra estas fábricas como antes presumía de las líneas de montaje de smartphones: eficiencia, escala y orgullo tecnológico. El resultado es un mensaje cristalino para los consumidores: un coche eléctrico puede ser tan avanzado, asequible y cool como el último móvil.

En contraste, los Estados Unidos, cuna de Tesla y tierra de la pick-up, apenas superaba el 8% de cuota para los eléctricos puros al cierre de 2024. A la inercia cultural y el romanticismo del V8 se suma una red de recarga que, aunque crece, no convence a un país acostumbrado a atravesar estados sin moverse del asiento.

Las ayudas económicas cambian con cada ciclo electoral, y el lobby fósil conserva fuerza suficiente para sembrar dudas sobre la fiabilidad, el precio o la “libertad” de los enchufes.

Bajo esas señales confusas, muchos compradores optan por el híbrido como solución de compromiso: en el primer trimestre de 2025 los híbridos, tanto enchufables como no enchufables, representaron alrededor del 14% de todas las ventas de vehículos ligeros y duplicaron la cuota de los eléctricos puros en ese periodo.

España, por su parte, se desliza con parsimonia: solo un 5-6% de las matriculaciones fueron eléctricos puros en 2024, pese a disfrutar de una de las redes de carreteras más densas de Europa, de distancias perfectamente asumibles para cualquier batería moderna y de tarifas nocturnas que convierten cada 100 kilómetros en un coste ridículo comparado con la gasolina.

Los híbridos son un producto perfecto para quien quiere la etiqueta ecológica sin renunciar al surtidor, pero resultan tristemente subóptimos en eficiencia

La brecha no es tecnológica ni geográfica, sino cultural. Los concesionarios presionan para colocar lo que les deja más margen, a menudo híbridos o incluso diésel, las ayudas públicas se anuncian con fanfarrias pero se gestionan con laberintos burocráticos, y la conversación pública sigue anclada en la “ansiedad de autonomía” de hace diez años, cuando la infraestructura era testimonial.

La proliferación de híbridos en los mercados rezagados ilustra esa falta de convicción. Sobre el papel, añadir un pequeño motor eléctrico al tren motriz de combustión parece lógico. En la práctica, multiplica la complejidad mecánica, encarece el mantenimiento y diluye las virtudes de ambos mundos.

Los híbridos son un producto perfecto para quien quiere la etiqueta ecológica sin renunciar al surtidor, pero resultan tristemente subóptimos en eficiencia y suponen prolongar la dependencia de un petróleo con tendencia evidente al alza de su precio.

Mientras tanto, cada nuevo eléctrico puro baja de precio y sube en prestaciones, erosionando día a día la propuesta de valor del híbrido.

La diferencia entre los fabricantes que nacieron eléctricos y los que arrastran décadas de motores térmicos se hace evidente en cada lanzamiento. Tesla, BYD o Xiaomi diseñan desde una hoja en blanco: plataformas skateboard con baterías estructurales que rigidizan el chasis, aerodinámica optimizada, software como centro de la experiencia y fábricas concebidas para ensamblar módulos estandarizados a gran velocidad.

La tecnología ya no es la barrera; hoy un coche eléctrico ofrece autonomías reales de 400 a 600 km

Los grandes grupos legacy, en cambio, a menudo limitan la electrificación a sustituir el motor por uno eléctrico y encajar un paquete de baterías allí donde la arquitectura lo permite.

El resultado son coches más pesados, caros y menos eficientes que sus homólogos nativos, con depreciaciones que asustan a consumidores e importadores por igual.

La lección que brindan Noruega y China es clara: cuando las señales fiscales, regulatorias y culturales empujan en la misma dirección, la adopción se acelera hasta convertirse en inevitable.

La tecnología ya no es la barrera; hoy un coche eléctrico ofrece autonomías reales de 400 a 600 km, se recarga en veinte minutos y cuesta menos de mantener que un equipo de aire acondicionado.

Donde los gobiernos articulan incentivos estables, la infraestructura se expande y la comunicación destierra mitos, el público abraza el enchufe sin mirar atrás. Donde reinan la ambigüedad y la nostalgia, prosperan los híbridos y la duda.

Lo que falta no es potencia instalada ni capacidad logística, sino un relato que convierta al coche eléctrico en la opción por defecto 

España cuenta con electricidad relativamente barata, distancias manejables y una industria automovilística que podría beneficiarse de liderar la nueva cadena de valor.

Si el país decidiera apostar de verdad —simplificando ayudas, desplegando cargadores visibles y normalizando el enchufe como parte del paisaje urbano—, la transición se aceleraría de forma natural.

Lo que falta no es potencia instalada ni capacidad logística, sino un relato que convierta al coche eléctrico en la opción por defecto y a la combustión en lo que es, una excentricidad del pasado.

La historia de la adopción del vehículo eléctrico demuestra que la inercia cultural se vence con una mezcla de incentivos claros, infraestructura accesible y pedagogía constante.

Noruega lo consiguió transformando impuestos en señales inequívocas; China lo hace convirtiendo sus factorías en templos del progreso.

Si España y otros rezagados no quieren quedarse en la cuneta, tendrán que dejar de preguntarse si “el eléctrico es para mí” y empezar a preguntarse por qué siguen gastando para llenar un depósito que solo sirve para quemar dinero y ensuciar el aire.

El futuro ya circula en silencio. El ruido que queda es el de las excusas.

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.