El escándalo de las mordidas, las adjudicaciones y los contratos públicos fraudulentos no se explica solo por los políticos implicados. Al otro lado, hay empresas que colaboran.
En una conversación reciente con amigos, salió una frase que me hizo pensar: “You need two to tango”. Javier usó una metáfora cruda: “Si la doncella indefensa dice que para tener sexo hay que pasar por caja, eso tiene un nombre”. “Mercado”, respondí, con ironía. “Común”, añadió Javier. Y mientras nos reíamos, Fernando sentenció: “Cronyism”. Se acabó la risa.
El caso lleva semanas ocupando portadas, pero el último informe de la UCO ha añadido gravedad: se confirma que la trama de mordidas y adjudicaciones irregulares comenzó apenas 18 días después de la llegada del PSOE al Gobierno.
Entre los nombres implicados están Koldo García, su entorno empresarial, y Santos Cerdán, figuras de máxima confianza de Pedro Sánchez. No se trata solo de corrupción aislada, sino de un patrón enquistado e institucionalizado.
Mientras tanto, el presidente ha optado por dos intervenciones breves, anodinas, desprovistas de contenido político propio (el socialismo es inocente), pero acusando al Partido Popular. Como si lo ocurrido no mereciera una asunción real de responsabilidad, más allá de pedir perdón mientras se victimizaba.
Ceder al poder, al dinero, al ascenso, a la promesa de un puesto, al miedo a quedarse fuera o a la represalia
Para quienes aún sostienen la narrativa del Gobierno progresista, este silencio resulta incómodo. O, peor aún, amplifica esa disonancia cognitiva que se instala cuando los hechos se empeñan en desmentir la esperanza.
La corrupción no es un accidente aislado ni un fallo del sistema: es el sistema mismo cuando se corrompe por dentro. No se trata solo del político que reparte contratos o de la empresa que los acepta. Es una danza sincronizada, bailada por muchos.
Está el que aprueba, el que no revisa, el que intermedia, el que calla, el que cobra, el que paga, el que mira para otro lado.
Cada uno podría negarse, pero no lo hace; cumplir con su deber, pero elige ceder. Ceder al poder, al dinero, al ascenso, a la promesa de un puesto, al miedo a quedarse fuera o a la represalia. Para mí es una suma de pequeñas decisiones conscientes que acaban formando una maquinaria.
Y cuando esa maquinaria se alimenta del Estado y se engrasa con dinero público, no estamos ante un fallo aislado: estamos ante una forma institucionalizada de corrupción.
Y la metáfora se rompe cuando el político corrupto es, además, accionista de la empresa
La imagen que queda es la de un tango sobre la cubierta del Titanic. Un baile de tentados, que mientras suenan los violines y se reparten los contratos, contribuyen a hundir algo mucho más valioso: la democracia, la igualdad ante la ley y la posibilidad de un mercado libre que funcione de verdad.
La naturaleza siempre nos regala algún aprendizaje. En biología, la simbiosis es una relación entre dos organismos distintos que se benefician mutuamente. Pero también existe el parasitismo, donde uno se alimenta a costa del otro, debilitándolo.
Lo curioso de lo que estamos viendo en España, y no solo en España, es que estas dos dinámicas coexisten: entre las élites políticas y empresariales hay simbiosis, pero lo que experimenta el ciudadano es parasitismo.
Y la metáfora se rompe cuando el político corrupto es, además, accionista de la empresa, como en el caso de Santos Cerdán, que era propietario del 45% de la empresa navarra corrupta. No hay metáfora que valga.
Lo que sí está claro es que lo que para ellos es una red de corrupción que les enriquece, para nosotros son impuestos más altos, servicios más mediocres y una sensación persistente de injusticia.
Una forma de reducir la incertidumbre a base de favores mutuos, puertas giratorias y contratos públicos adjudicados con nombre y apellidos
Y cuando esta relación se instala como práctica habitual, deja de ser escándalo y pasa a ser norma. Y entonces ya no hablamos solo de corrupción, sino de captura institucional. Hablamos de “cronyism” o capitalismo de amiguetes, como señalaba Fernando.
Durante años, muchos liberales, yo entre ellos, hemos defendido con firmeza la libertad de empresa. Frente al intervencionismo, frente a la burocracia, frente al monopolio estatal. Y no nos faltaban razones. Pero quizá cometimos un error: mirar demasiado a la empresa y demasiado poco al mercado.
Porque no toda empresa quiere libertad. Muchas quieren privilegios. Muchas prefieren un mercado domesticado, donde ellas ya están dentro y las demás tienen que pagar entrada. La connivencia entre grandes empresas y gobiernos no es una deformación ocasional: es una tentación estructural.
Una forma de reducir la incertidumbre a base de favores mutuos, puertas giratorias y contratos públicos adjudicados con nombre y apellidos.
Y ahí es donde el pensamiento liberal debería afinar mejor su puntería. No basta con gritar “menos Estado”: hay que mirar quién se sienta a la mesa del poder cuando el Estado se repliega.
Volver a la responsabilidad individual, pero también revisar escrupulosamente los incentivos
Porque si se retira el árbitro, pero el campo sigue en manos de los mismos, lo que tenemos no es un mercado libre, sino un mercado amañado. El “capitalismo hostiado” de Javier G. Recuenco.
James Buchanan y la escuela del Public Choice nos recordaron que los políticos no actúan como ángeles, sino según sus incentivos. Pero tampoco lo hacen los empresarios, ni los altos funcionarios, ni los asesores interpuestos.
Defender el mercado libre implica, precisamente, dificultar esas colusiones. Poner límites. Diseñar instituciones donde nadie tenga poder suficiente para convertir el interés propio en norma general.
¿Cómo se rompe esta trama institucionalizada que corroe por dentro la confianza en las reglas del juego?
No hay una solución única ni instantánea, pero sí algunas pistas claras: reducir el margen discrecional del poder político, hacer más transparentes los procesos de adjudicación pública, proteger a quienes denuncian desde dentro, y sobre todo, penalizar la connivencia en lugar de premiarla.
Volver a la responsabilidad individual, pero también revisar escrupulosamente los incentivos. Necesitamos una cultura de integridad y un marco en el que florezca. Porque el problema no es solo que haya quien pague por seducir a la doncella empresarial.
Si no que la doncella es otro dragón disfrazado, y entre ambos han montado un negocio próspero con el letrero de “servicio público” en la puerta.