Vivimos tiempos extraños. Se diría que, cada vez más, el decrecimiento aparece como una fantasía reaccionaria con estética de futuro que cala en la población. Para muchos, el apagón fue liberador. Volver al silencio, al fuego, a leer con linterna, a no depender de nada ni de nadie. Esos argumentos los hemos escuchado y leído en medios y en redes.

Es posible que, incluso los hayamos comentado algunos de nosotros. La diferencia es que, para determinados perfiles, más que una queja, era casi una celebración. Como si el corte de suministro hubiese abierto la puerta a una vida más auténtica, más sencilla, más humana.

En pleno siglo XXI han surgido los nuevos medievalistas. No visten hábitos ni estudian códices, pero promueven una suerte de nostalgia disfrazada de ética: la exaltación del retroceso voluntario, la crítica al confort, la sospecha permanente sobre cualquier forma de abundancia material. Quieren menos producción, menos energía, menos velocidad. Quieren, y lo dicen sin pudor y sin ironía, menos progreso.

Este nuevo espíritu de época se alimenta de un relato que mezcla el decrecimiento, el colapsismo soft y el puritanismo verde. Y como todo relato con vocación redentora, no escatima en culpables ni en sacrificios. El crecimiento económico, la industria, la tecnología, la movilidad, todo lo que huela a modernidad se presenta como sospechoso. La solución no sería cambiar el modelo, sino revertirlo.

No se trata de avanzar mejor, sino de dejar de avanzar. En su imaginario, los luditas del siglo XIX aparecen como héroes adelantados a su tiempo. Pero hay una diferencia sustancial: aquellos rompían telares porque les quitaban el pan. Estos, en cambio, desprecian los frutos del desarrollo desde la comodidad del wifi, la calefacción y las bicicletas eléctricas. Los primeros, fundada o infundadamente, temían la precariedad; los segundos temen la abundancia.

No se trata de avanzar mejor, sino de dejar de avanzar

Conviene, sin embargo, hacer una distinción importante. Hay una crítica seria al modelo actual de crecimiento que merece ser escuchada. El deterioro ambiental, la desigualdad global, la obsolescencia programada o la desconexión social son síntomas reales de un sistema mal diseñado. Lo que diferencia a una crítica constructiva de una regresiva es si apuesta por rediseñar o por renunciar.

Es decir, el camino del progreso es el que decidamos. Y la “conciencia ambiental”, por ejemplo, puede emerger de la ética de cada cual, sin necesidad de formar parte de una agenda política, que al final, manipula al electorado prometiendo un futuro verde, aunque los resultados les desmientan. El apagón ha sido una prueba de ello.

Aquí es donde encontramos una paradoja fundamental: muchos de los problemas generados por los avances del pasado, desde la contaminación hasta la explotación laboral, han sido corregidos precisamente gracias a nuevos avances. La tecnología, lejos de ser el enemigo, ha sido, cuando se ha integrado con buenas instituciones y los incentivos adecuados, la mejor herramienta para resolver los problemas que ella misma había causado.

La revolución industrial trajo jornadas inhumanas, pero también hizo posible las reducciones posteriores de tiempo de trabajo. La energía fósil alimentó el crecimiento del siglo XX, pero ahora impulsa la transición hacia fuentes limpias y más eficientes. El plástico inundó los océanos, pero también permitió desarrollar materiales biodegradables más resistentes y versátiles. La historia del progreso no es lineal, pero sí acumulativa. Cada etapa lleva el germen de su propia superación.

El problema no es el crecimiento, sino crecer mal. No es el consumo, sino el despilfarro. No es la tecnología, sino el marco institucional y los incentivos que la guían. Y ahí está el núcleo de la cuestión: las instituciones importan, pero más aún importa la arquitectura de incentivos. No basta con tener buenas intenciones ecológicas si los mecanismos económicos premian el cortoplacismo, la captura regulatoria o la externalización de costes. Estos aspectos, que son esenciales para que el progreso sume y no destruya, no son contemplados por los nuevos medievalistas, que son, precisamente, quienes están cercenando las instituciones y el sistema de check and balances de la democracia liberal.

 La historia del progreso no es lineal, pero sí acumulativa. Cada etapa lleva el germen de su propia superación

Esta visión no es ingenua ni tecnófila por defecto: es empírica. Lo muestran trabajos como Superabundance, de Marian Tupy y Gale Pooley, que documentan cómo, contrariamente al relato apocalíptico, los recursos no se han agotado con el crecimiento poblacional y económico, sino que se han vuelto más abundantes, accesibles y baratos en términos relativos. Y no por magia, sino gracias al conocimiento, la innovación y las condiciones institucionales que las hacen posibles.

Para Tupy, el verdadero recurso escaso no es el litio ni el petróleo, sino el ingenio humano en contextos de libertad. Cuando los incentivos están bien alineados y aprendemos a abrazar la complejidad y la incertidumbre, la escasez se convierte en oportunidad, no en sentencia.

Los nuevos medievalistas no solo idealizan el pasado: eximen al presente de construir soluciones reales. Su discurso puritano convierte la escasez en virtud y la renuncia en superioridad moral. Pero esa estética del colapso es profundamente conservadora. Renunciar al progreso es dejar que sigan mandando los que ya tienen el control. Es pedirle al común de los mortales que viva con menos, mientras otros vuelan en Falcón o multiplican las puertas giratorias, por ejemplo, en Red Eléctrica Española.

¿Quién se beneficia si dejamos de innovar, de producir, de aspirar a más? ¿Quién impone la austeridad energética mientras viaja por el mundo a dar conferencias sobre el fin del mundo? ¿Quién gana cuando confundimos ética con resignación?

La alternativa al colapso no es el ascetismo posmoderno, ni la estética de la linterna y la chimenea. Es una apuesta exigente, pero liberadora: usar el conocimiento, la innovación y el progreso para reparar lo que hicimos mal, sin renunciar a lo que podemos hacer bien. Porque el futuro no se construye mirando hacia atrás, sino reconfigurando el camino con los ojos bien abiertos.