A estas alturas de película, con una pandemia que logró popularizar hasta lo que entonces eran límites inimaginables herramientas como Zoom o Meet, y con un crecimiento brutal de Teams en el mercado corporativo, hablar de Skype ya evoca prácticamente un viaje al pasado, a la gloriosa época en la que una compañía en Estonia puso en jaque a las empresas de telecomunicaciones de todo el mundo y prácticamente mató a la que era su gallina de los huevos de oro de entonces, las llamadas internacionales. 

Por eso, el anuncio que Microsoft acaba de hacer de que terminará con la larga agonía de Skype y destinará sus recursos y sus equipos de trabajadores a fortalecer aún más Teams parece bastante razonable: últimamente, cada vez que alguien me pedía utilizar Skype para una videoconferencia me parecía una verdadera incomodidad, porque literalmente se había convertido en una de esas aplicaciones que pasas más tiempo actualizando que utilizando.

Sin embargo, no siempre fue así para los profesores y estudiosos de la innovación como yo, la Skype creada inicialmente por el danés Janus Friis, el sueco Niklas Zennström y cuatro desarrolladores estonios fue un episodio glorioso que estudiamos y discutimos hasta la extenuación en su momento, una prueba no solo de que en la vieja Europa se podían hacer cosas interesantes, sino de que además, esas cosas podían suponer una quiebra impresionante del statu quo de industrias enteras con un enorme acceso al poder político. 

La propuesta de Skype, que hoy nos parece completamente trivial, era impresionante: llamadas internacionales gratuitas y con buena calidad de audio —de hecho, sensiblemente mejor que la calidad que ofrecían las llamadas telefónicas, que recortaban mucho más agresivamente las frecuencias de nuestra voz— para cualquiera que tuviera acceso a internet.

En aquella época, las llamadas internacionales, a las que nos solíamos referir como “conferencias”, eran tanto más caras cuantos más minutos pasásemos hablando y cuanto más lejos estuviese nuestro interlocutor, y sus precios eran completamente demenciales, como si decenas de personas tuvieran que interconectar los circuitos a mano —cuando, en realidad, las llamadas ya no se hacían por conmutación de circuitos, sino por conmutación de paquetes.

La propuesta de Skype, que hoy nos parece completamente trivial, era impresionante: llamadas internacionales gratuitas y con buena calidad de audio

La lucha entre Skype y las compañías de telecomunicaciones fue, en su momento, completamente épica. La compañía se convirtió en un auténtico estandarte de lo que la innovación podía hacer sobre una base como internet: provocar la disrupción en sectores enteros, incluso en aquellos que tenían lobbies tan potentes como las telecomunicaciones. 

Skype terminó siendo adquirida por Microsoft en 2011 por 8,500 millones de dólares, en la que fue su mayor adquisición hasta ese momento. Si bien Skype fue inicialmente una de las aplicaciones de consumo más utilizadas para videollamadas, la base de usuarios de la aplicación fue disminuyendo de manera constante desde su pico de trescientos millones de usuarios en 2016, hasta los ya tan solo treinta y seis millones el pasado 2024, según datos de la compañía, mientras que competidores como Zoom, FaceTime, Snapchat, WhatsApp y Google Meet fueron ganando terreno. Con la llegada de la pandemia y la apuesta de Microsoft por Teams, la caída de Skype se hizo ya inevitable.

Para Microsoft, la situación daba lugar a pocas elecciones, porque mientras en Skype se iba poniendo el sol debido a una apuesta más bien escasa, Teams, que Microsoft creó desde cero y comercializó al principio principalmente para clientes empresariales como un software de reuniones, ya tenía más de 320 millones de usuarios el año pasado. 

La apuesta por el producto creado internamente frente al desarrollado fuera y posteriormente adquirido fue, en todo momento, completamente clara: Microsoft fue agregando funciones de todo tipo a Teams, incluyendo recientemente posibilidades alimentadas por inteligencia artificial generativa como transcripciones y resúmenes de reuniones, y cobrando a los clientes empresariales una tarifa mensual adicional por su uso. 

La caída de Skype debería servir como una reflexión, sobre todo para nosotros los europeos: hubo una época, que ahora desgraciadamente parece muy lejana, en la que en Europa nos atrevíamos no solo a innovar, sino a poner en jaque incluso a las que se solían considerar las compañías más poderosas del continente, de las que la mayoría provenían de la liberalización de las antiguas compañías estatales de telecomunicaciones y mantenían estrechos lazos con el poder.

La caída de Skype debería servir como una reflexión, sobre todo para nosotros los europeos

Que Skype fuese capaz de superar las embestidas de los lobbies de estas compañías que pedían su ilegalización o que directamente intentaban bloquearla, y de mantenerse en funcionamiento y crecer, debería llevarnos a pensar cuánto tiempo hace que en nuestro continente no pasa una cosa así, y sobre todo, a qué se debe eso. Incluso la sueca Spotify, uno de los pocos campeones europeos en el ámbito tecnológico de consumo, se vio obligada a regalar buena parte de sus acciones a las grandes discográficas norteamericanas para poder utilizar su catálogo. 

Con escasas excepciones, como la de ASML en los Países Bajos, el panorama tecnológico europeo resulta profundamente deprimente, y eso es algo que no tiene ningún sentido: somos más de 500 millones de personas, con el mejor y más uniforme nivel económico y cultural de todo el planeta, con universidades y centros de investigación de talla mundial y con un gran mercado al que servir, pero dependemos hasta límites absurdos de un país de 340 millones dirigidos por un miserable y un maleducado integral que supuestamente nos defendía —ya no lo hace— de un dictador con un país de 140 millones. Somos más y mejores, ¿qué hace falta para que nos pongamos en nuestro sitio? 

Con Donald Trump en la Casa Blanca, la historia de Skype es toda una demostración de una cuestión evidente: que todo a Europa le va a ir mucho mejor si se dedica a prescindir de impresentables que solo buscan el “America first”, y vuelve a hacer las cosas por sí misma. 

***Enrique Dans es profesor de Innovación en IE University.