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La tribuna

El ocaso del imperio americano

23 noviembre, 2023 03:02

En 1971, con la ya de por sí primitiva y muy rudimentaria economía agraria china en ruinas tras el colapso ocasionado por los estragos iconoclastas de la Revolución Cultural, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, realiza una visita secreta a Pekín con el fin de entrevistarse con el entonces primer ministro, Zhou Enlain. Entre otras cuestiones, le mueve el propósito de explorar posibles vías de colaboración empresarial entre los dos países. El entendimiento y la cordialidad entre ambos resultan intensos.

Medio siglo después de aquel primer encuentro, el líder de la ya indiscutible gran potencia emergente del nuevo orden planetario, amén de máximo dirigente del Partido Comunista de la República Popular China, Xi Jinping, se ve obligado a mantener una breve reunión de cortesía con el presidente norteamericano del momento, Joe Biden, en el transcurso de una cumbre multilateral de Estados asiáticos celebrada en territorio norteamericano. El encuentro, breve y protocolario, se salda con una declaración posterior ante las cámaras del mandatario estadounidense en la que tilda sin ambages de “dictador” a su huésped. Un desplante inaudito.

En medio de esas dos fechas tan significativas, en concreto durante el intervalo de tiempo que va desde 1998 a 2016, el 30% de los empleos industriales de Estados Unidos habían desaparecido. Y con toda probabilidad, para siempre. Emigraron a Asia, la mayor parte de ellos a la propia China.

Ese simple dato estadístico explica muchas cosas; de hecho, lo explica todo. Marcelo Gullo, autor argentino al que en España solo se conoce por sus libros más comerciales, los relacionados con la leyenda negra, establece en Insubordinación y desarrollo, acaso su obra de mayor ambición teórica, una sugerente analogía entre la acelerada decadencia terminal del Imperio español ya en tiempos de los Austrias mayores, Carlos V y Felipe II, y lo que desde los inicios de la década de los ochenta, con la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan y la doctrina del neoliberalismo, viene aconteciendo con el acusado declinar de la hegemonía, hasta aquel entonces incuestionada, de Estados Unidos.

Y es que Carlos de Gante, el nieto de Fernando de Aragón al que luego los tratados de historia recordarían como Carlos I de España y V de Alemania, resultó ser un genuino pionero, un par de siglos antes de que naciera Adam Smith en Escocia, del librecambismo. Carlos V y su sucesor, Felipe II, fueron capaces de crear un enorme imperio llamado a ejercer la hegemonía militar y política en la mayor parte del planeta y, al mismo tiempo, de llevar a cabo una política económica que no sólo sentaría las bases de la desindustrialización y la ulterior ruina de Castilla, sino que operaría de facto como aliada y gran benefactora de los Estados europeos enemigos de los Habsburgo. Y los norteamericanos - argumenta Gullo con lucidez- transitan ahora por el mismo camino.

Desde 1998 a 2016, el 30% de los empleos industriales de Estados Unidos habían desaparecido

Si los Austrias hubiesen empleado el oro de América en fomentar y capitalizar la incipiente industria castellana que habían promovido los Reyes Católicos, a juicio del historiador Paul Kennedy España se hubiera convertido en la primera potencia económica del mundo durante los siglos siguientes. Pero, lejos de aplicar políticas proteccionistas y de intervencionismo industrial activo, se hizo justo lo contrario.

La inmensa mayoría de los productos manufacturados que se consumían en España eran producidos fuera de España. Así, el liberalismo económico avant la lettre de Carlos y Felipe, que se concretó en la autorización generalizada -y sin gravámenes- para la importación de productos extranjeros, todo ello al tiempo que se asfixiaba fiscalmente a la industria castellana, creó las condiciones materiales para la propia autodestrucción del Imperio.

Al punto de que España ya no volvería a levantar cabeza hasta los años sesenta del siglo XX, varias centurias después. Por su parte, los Estados Unidos contemporáneos dieron comienzo a una secuencia histórica muy similar en el instante en que se permitió el traslado del grueso de su producción industrial extramuros de sus fronteras nacionales, con especial predilección por China y el resto de Asia.

Se permitió el traslado del grueso de su producción industrial extramuros de sus fronteras nacionales

De tal modo que, a principios de los ochenta, la industria de Norteamérica comienza a emplear de modo intensivo trabajo extranjero y externo para atender la demanda nacional e interna de la propia Norteamérica. A imagen y semejanza de la España de los Austrias en el siglo XVI, también la mayor parte de los productos industriales y de las manufacturas que consume ahora mismo Estados Unidos han sido elaborados muy lejos de las fronteras del país.

Y por el camino, millones de empleos estables, sindicados y bien pagados han ido desapareciendo para dar paso en su lugar a trabajillos precarios y efímeros en un sector servicios caracterizado por lo errático de la demanda, siempre sometida a las modas pasajeras del momento. En la España del XVI y el XVII, el oro y la plata de las Américas solo servía para enriquecer cada vez más a las potencias enemigas, mientras que la miseria y el desempleo se hacían crónicos entre su propia población. Y después, cuando un día se acabaron el oro y la plata, también se acabó con ellos el Imperio.

Con una balanza comercial en déficit crónico, Estados Unidos igual comenzó a vivir de crecientes emisiones de dólares fiduciarios, trozos de papel no respaldados por nada, desde que Nixon rompió el vínculo que mantenía a su divisa nacional anclada al oro. A partir de aquel preciso instante germinal, el dólar norteamericano, al modo de la plata de Potosí en su día, también sirvió para dinamizar las economías de sus países rivales al tiempo que Norteamérica se iba desprendiendo poco a poco de su base productiva.

Como Carlos V y su corte, Estados Unidos subsiste de prestado. La élite política que regía el mundo desde San Lorenzo del Escorial creía que la fuente de toda riqueza era un metal amarillo. Y la que hoy lo hace desde Washington no piensa, en el fondo, de un modo demasiado distinto. Nada nuevo, pues, bajo el sol.

*** José García Domínguez es economista.

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