En el cuidado de la salud de los seres humanos, hay una serie de métricas que llevan años utilizándose como parámetros fundamentales en la toma de decisiones diagnósticas, fundamentales a la hora de tomar decisiones de tratamiento. Con la mayoría de ellas tenemos, de hecho, una gran familiaridad: el ritmo cardíaco, obtenido mediante procedimientos que van desde la simple auscultación hasta el electrocardiograma; la presión arterial que nos toman mediante ese esfigmomanómetro que se hincha sobre nuestro brazo; la saturación de oxígeno (esa pinza que suelen ponernos en el dedo); algunos parámetros analíticos como los niveles de colesterol, etc.

Cada día más, muchos de esos parámetros están poniéndose en entredicho. No porque no reflejen cuestiones importantes, sino por la arbitrariedad de su evaluación. En atención primaria están hartos de saberlo: la medida de la presión arterial se comporta de forma prácticamente aleatoria en función de muchísimas cosas, como si el paciente llega apurado a la consulta, si consumió determinados alimentos la noche anterior, o si está nervioso.

Las variaciones son enormes, y hacen que, en muchas ocasiones, las decisiones que se toman con respecto, por ejemplo, a la dosificación de medicamentos, sean tomadas prácticamente al azar, con todo lo que ello puede conllevar.

Si en atención primaria lo saben, y de hecho, recomiendan cada vez más obtener varias medidas secuenciales para tratar de promediarlas, con el problema de dedicación en términos de tiempo que ello conlleva, los pacientes lo saben también perfectamente bien: comer y cenar únicamente fruta el día antes de un análisis hace que tus niveles de colesterol aparezcan sensiblemente más bajos, mientras que, al contrario, pegarte una buena mariscada hace que tu ácido úrico aparezca artificialmente elevado.

En la práctica, muchos de los parámetros habituales son medidas frágiles que reflejan una situación instantánea, no necesariamente representativa de la salud del paciente.

Muchos de los parámetros habituales son medidas frágiles que reflejan una situación instantánea

Los cardiólogos lo saben, y por eso utilizan herramientas como el holter: desde que su inventor, Norman Holter, lo desarrolló en 1962 tras un desarrollo de más de una década, los holter han pasado de ser una pesada mochila a prácticamente una pegatina que se pone sobre el pecho, y que recoge la actividad eléctrica cardíaca durante un período prolongado, habitualmente veinticuatro horas. En muchos casos, un electrocardiograma aparece completamente normal simplemente porque no ha coincidido que, durante el escaso tiempo monitorizado, el paciente experimentase ningún tipo de complicación.

Si las limitaciones de este tipo de métricas instantáneas resultan cada vez más evidentes, ¿no deberíamos plantearnos, en algo tan sensible como la atención médica y el cuidado de la salud, emplear la tecnología para tratar de evitar esa importante limitación? Si la disponibilidad de herramientas tecnológicas de monitorización de múltiples parámetros es cada vez mayor, ¿no sería interesante incorporar su uso?

Por otro lado, además de las eventuales mejoras en el cuidado de afecciones de algunos pacientes individuales, ¿no sería muy posible que contar con registros prolongados de algunas métricas ofreciese enormes oportunidades a la investigación médica, y pudiese suponer avances significativos en el tratamiento de muchas afecciones o problemas de salud?

Hace ya muchos años que sabemos que el planteamiento del cuidado de la salud está mal enfocado, y que una medicina fraccionada por especialidades y basada en la sintomatología puntual no ofrece las mejores garantías. Personas de edad avanzada sometidas a una desmesurada variedad de tratamientos y que terminan con enormes pastilleros y problemas de adherencia a su medicación son buena prueba de ello: es muy posible que un enfoque más holístico, más basado en una monitorización regular pudiese ofrecer resultados mucho mejores.

El cuidado de la salud, tal y como lo conocemos, parte de un axioma fundamental: uno va al médico cuando se encuentra mal, cuando nota un síntoma determinado, cuando recibe la evidencia de un problema. ¿Qué ocurre si nos planteamos que ese enfoque es radicalmente erróneo, y que lo que deberíamos hacer es tratar nuestra salud de manera preventiva, antes de que se produzca síntoma alguno?

Hace ya muchos años que sabemos que el planteamiento del cuidado de la salud está mal enfocado

¿Qué hacemos mareando algoritmos para pedirles que nos escriban poesías de muy dudosa calidad, cuando podríamos estar aplicando esos algoritmos a las métricas que genera nuestro organismo a partir de una serie de dispositivos, y que fuese nuestro médico, a través del tratamiento algorítmico de todos esos datos, el que nos citase cuando estimase que es necesario, aunque no hayamos sentido absolutamente ningún síntoma preocupante? Tratar esas métricas con las garantías de privacidad adecuada sería fundamental, por supuesto, pero no parece un obstáculo excesivo si tenemos claro qué es lo que queremos y, sobre todo, lo que no queremos hacer.

Un enfoque así supondría no solo un menos padecimiento de los pacientes, sino muy probablemente, un coste inferior, al contar los facultativos con más grados de libertad gracias a una detección de los trastornos más tempranas. Básicamente, algo positivo para todos los actores implicados, y para la sociedad en su conjunto si, además, nos permite entender mejor nuestro cuerpo y nuestras enfermedades.

¿No deberíamos aspirar a reenfocar los ingentes presupuestos implicados en el cuidado de la salud con este tipo de visiones y enfoques? ¿Es realmente tanto pedir?

***Enrique Dans es Profesor de Innovación en IE University.